Walter Braden Finney
Mi primo Len encontró su maravilloso adjetivero en una casa de empeños. Suele visitar las casas de empeño de la Segunda Avenida porque, según dice, son un alivio comparadas con la naturaleza. Al primo Len no le gusta mucho la naturaleza. Se pasa la mayor parte del tiempo al aire libre juntando material para El sabor y el saber de los bosques, una sección que escribe, y dice que preferiría ser plomero.
Así que recorre las casas de empeños en el tiempo libre, llevándose equipos de proyección estereoscópica (vistas de la Feria Mundial, Chicago, 1893), relojes que dan la hora sonoramente, y caballitos de porcelana que sostienen escarbadientes en la boca. Mi mujer y yo admiramos mucho estos objetos. Hemos estado viviendo con el primo Len desde que salí del Ejército, mientras esperamos conseguir casa propia.
Así que también admiramos el adjetivero. Tenía la elegancia de líneas de una toma de incendios, aunque era un poco más pequeño y de peltre. Creíamos que se trataba de un salero y también el primo Len lo pensó. Descubrió que en realidad se trataba de un adjetivero cuando estaba trabajando en su artículo, al día siguiente de comprarlo.
“Las ramas enjoyadas de la foresta hechizada están fúnebremente silenciosas”, había escrito. “La mano helada como de acero del invierno ha aquietado su verde murmullo estival. Y las notas argentinas, como de flauta, de sus innumerables aves tornasoladas han desaparecido”.
A esta altura, como es natural, se tomó un descanso. Y empezó a examinar el salero. Le estudió la parte inferior en busca de la marca de fábrica, haciéndolo girar en las manos, con la tapa a dos centímetros y medio de lo que había escrito, y un momento después vio que el manuscrito había cambiado.
“Las ramas de la foresta están silenciosas” leyó. “La mano del invierno ha aquietado su murmullo. Y las notas de las aves han desaparecido”.
Ahora bien, el primo Len no es ningún tonto, y reconoce una mejora cuando la ve. Volvió a poner manos a la obra, escribiendo con el estilo de siempre, pero esta vez redactó un artículo dos veces más extenso. Y después le aplicó el adjetivero, moviéndolo de aquí para allá como un magneto, recorriendo cada línea. Y los adjetivos y los adverbios desaparecían de la página, con un leve silbido, como partículas de pelusa dentro de una aspiradora. Cuando terminó, el artículo tenía la extensión exacta, y el estilo más agudo y límpido imaginable. Por primera vez, como lo comprendió el primo Len, el artículo parecía decir algo. Luisa, mi mujer, dijo que casi daban ganas de salir e ir a los bosques, pero el primo Len no pensaba que eso estuviera bien.
Desde entonces mi primo Len usó el adjetivero en todos los artículos, y mediante la experimentación descubrió que, a dos centímetros y medio de distancia del papel, absorbía todos los adjetivos, hasta los más pesados. A cuatro centímetros, sólo adjetivos de peso mediano; y a cinco, sólo los de tres o cuatro letras. Gracias a un cuidadoso control, mi primo Len ha podido producir artículos sobre la Naturaleza cuya masa de lectores ha crecido día a día. “Es el mejor material de lectura del diario, junto a las necrológicas”, le escribió una anciana. Lo que ella quiere decir, me explicó Len, es que el artículo que se publica junto a las necrológicas, en la página, es el mejor material de lectura en todo el diario.
Mi primo Len siempre espera hasta que nosotros estemos en casa para vaciar el adjetivero: nos gusta estar presentes. Se llena una vez por semana y Len desenrosca la tapa y, golpeándole el fondo como si fuera una botella de salsa de tomate, lo vacía por la ventana que da a la Segunda Avenida. Y allí, atrapados por la brisa, los adjetivos y los adverbios flotan sobre la calle y las veredas como una nube de confites casi invisibles. En cierto modo se asemejan a fideos en miniatura de una sopa de letras, unidos entre sí y hechos con el más delgado celofán.
No se los puede ver a menos que la luz sea la indicada, y en su mayor parte son incoloros. Algunos tienen delicados tonos pastel, sin embargo. “Muy”, por ejemplo es rosa pálido; “Exuberante” es verde, desde luego; e “Indudable” de un color gris sucio. Y hay una palabra, la favorita del primo Len cuando más odia a la Naturaleza, que se parece a un trozo de la tirilla roja y brillante que cierra los paquetes de cigarrillos. Tal palabra no puede ser revelada en un relato que puede ser leído por las familias.
La mayor parte de las veces los adjetivos y los adverbios sencillamente caen a la calle, y desparecen como copos de nieve al tocar el asfalto. Pero en ocasiones, cuando tenemos suerte, caen de lleno en una conversación.
Un día la señora Gorman pasaba bajo la ventana con la señora Miller. Venían de hacer las compras. Y una pequeña ráfaga de adjetivos y adverbios cayó exactamente en medio de lo que decía.
“Los precios, en estos días apacibles –señaló– son evanescentes, trascendentales, y sencillamente impresionantes. Toma en cuenta mis maníacas palabras: las cosas están yendo directa y superlativamente para el centelleante, indomable y alegórico carajo.”
La señora Gorman se quedó bastante sorprendida, desde luego, pero afrontó la situación con elegancia, sonriéndole con majestad y condescendencia a la señora Miller. Siempre había sostenido que sus antepasados eran reyes: ahora pretende que además eran poetas.
Una vez le sugerí al primo Len que conservara los adjetivos, los envasara en frascos o latas prolijamente etiquetadas, y los vendiera a las agencias publicitarias. Sin embargo Len señaló que no le alcanzaría la vida entera para suministrarles las cantidades necesarias. Aún así, conservamos varias cajas de zapatos llenas que llevamos con nosotros cuando hicimos un viaje turístico a Washington. Y allí, en la galería para visitantes que da sobre el Senado, las vaciamos con prudencia en dirección a un enorme ventilador eléctrico dirigido hacia abajo. Se desparramaron en una gran nube y bajaron derivando a través de un animado debate. Sin embargo algo debe haber fallado esta vez, porque las cosas no sonaron distintas en absoluto.
Aún seguimos empleando el maravilloso adjetivero, y los artículos del primo Len mejoran sin cesar. Hace poco apareció una recopilación reunida en un volumen, que probablemente ustedes han leído. Y se habla de vender los derechos cinematográficos. A nosotros también nos resulta útil el adjetivero para redactar telegramas, y yo lo usé, por lo general a una distancia de cuatro centímetros, para escribir esto. Por eso es tan breve, desde luego.
Mi primo Len encontró su maravilloso adjetivero en una casa de empeños. Suele visitar las casas de empeño de la Segunda Avenida porque, según dice, son un alivio comparadas con la naturaleza. Al primo Len no le gusta mucho la naturaleza. Se pasa la mayor parte del tiempo al aire libre juntando material para El sabor y el saber de los bosques, una sección que escribe, y dice que preferiría ser plomero.
Así que recorre las casas de empeños en el tiempo libre, llevándose equipos de proyección estereoscópica (vistas de la Feria Mundial, Chicago, 1893), relojes que dan la hora sonoramente, y caballitos de porcelana que sostienen escarbadientes en la boca. Mi mujer y yo admiramos mucho estos objetos. Hemos estado viviendo con el primo Len desde que salí del Ejército, mientras esperamos conseguir casa propia.
Así que también admiramos el adjetivero. Tenía la elegancia de líneas de una toma de incendios, aunque era un poco más pequeño y de peltre. Creíamos que se trataba de un salero y también el primo Len lo pensó. Descubrió que en realidad se trataba de un adjetivero cuando estaba trabajando en su artículo, al día siguiente de comprarlo.
“Las ramas enjoyadas de la foresta hechizada están fúnebremente silenciosas”, había escrito. “La mano helada como de acero del invierno ha aquietado su verde murmullo estival. Y las notas argentinas, como de flauta, de sus innumerables aves tornasoladas han desaparecido”.
A esta altura, como es natural, se tomó un descanso. Y empezó a examinar el salero. Le estudió la parte inferior en busca de la marca de fábrica, haciéndolo girar en las manos, con la tapa a dos centímetros y medio de lo que había escrito, y un momento después vio que el manuscrito había cambiado.
“Las ramas de la foresta están silenciosas” leyó. “La mano del invierno ha aquietado su murmullo. Y las notas de las aves han desaparecido”.
Ahora bien, el primo Len no es ningún tonto, y reconoce una mejora cuando la ve. Volvió a poner manos a la obra, escribiendo con el estilo de siempre, pero esta vez redactó un artículo dos veces más extenso. Y después le aplicó el adjetivero, moviéndolo de aquí para allá como un magneto, recorriendo cada línea. Y los adjetivos y los adverbios desaparecían de la página, con un leve silbido, como partículas de pelusa dentro de una aspiradora. Cuando terminó, el artículo tenía la extensión exacta, y el estilo más agudo y límpido imaginable. Por primera vez, como lo comprendió el primo Len, el artículo parecía decir algo. Luisa, mi mujer, dijo que casi daban ganas de salir e ir a los bosques, pero el primo Len no pensaba que eso estuviera bien.
Desde entonces mi primo Len usó el adjetivero en todos los artículos, y mediante la experimentación descubrió que, a dos centímetros y medio de distancia del papel, absorbía todos los adjetivos, hasta los más pesados. A cuatro centímetros, sólo adjetivos de peso mediano; y a cinco, sólo los de tres o cuatro letras. Gracias a un cuidadoso control, mi primo Len ha podido producir artículos sobre la Naturaleza cuya masa de lectores ha crecido día a día. “Es el mejor material de lectura del diario, junto a las necrológicas”, le escribió una anciana. Lo que ella quiere decir, me explicó Len, es que el artículo que se publica junto a las necrológicas, en la página, es el mejor material de lectura en todo el diario.
Mi primo Len siempre espera hasta que nosotros estemos en casa para vaciar el adjetivero: nos gusta estar presentes. Se llena una vez por semana y Len desenrosca la tapa y, golpeándole el fondo como si fuera una botella de salsa de tomate, lo vacía por la ventana que da a la Segunda Avenida. Y allí, atrapados por la brisa, los adjetivos y los adverbios flotan sobre la calle y las veredas como una nube de confites casi invisibles. En cierto modo se asemejan a fideos en miniatura de una sopa de letras, unidos entre sí y hechos con el más delgado celofán.
No se los puede ver a menos que la luz sea la indicada, y en su mayor parte son incoloros. Algunos tienen delicados tonos pastel, sin embargo. “Muy”, por ejemplo es rosa pálido; “Exuberante” es verde, desde luego; e “Indudable” de un color gris sucio. Y hay una palabra, la favorita del primo Len cuando más odia a la Naturaleza, que se parece a un trozo de la tirilla roja y brillante que cierra los paquetes de cigarrillos. Tal palabra no puede ser revelada en un relato que puede ser leído por las familias.
La mayor parte de las veces los adjetivos y los adverbios sencillamente caen a la calle, y desparecen como copos de nieve al tocar el asfalto. Pero en ocasiones, cuando tenemos suerte, caen de lleno en una conversación.
Un día la señora Gorman pasaba bajo la ventana con la señora Miller. Venían de hacer las compras. Y una pequeña ráfaga de adjetivos y adverbios cayó exactamente en medio de lo que decía.
“Los precios, en estos días apacibles –señaló– son evanescentes, trascendentales, y sencillamente impresionantes. Toma en cuenta mis maníacas palabras: las cosas están yendo directa y superlativamente para el centelleante, indomable y alegórico carajo.”
La señora Gorman se quedó bastante sorprendida, desde luego, pero afrontó la situación con elegancia, sonriéndole con majestad y condescendencia a la señora Miller. Siempre había sostenido que sus antepasados eran reyes: ahora pretende que además eran poetas.
Una vez le sugerí al primo Len que conservara los adjetivos, los envasara en frascos o latas prolijamente etiquetadas, y los vendiera a las agencias publicitarias. Sin embargo Len señaló que no le alcanzaría la vida entera para suministrarles las cantidades necesarias. Aún así, conservamos varias cajas de zapatos llenas que llevamos con nosotros cuando hicimos un viaje turístico a Washington. Y allí, en la galería para visitantes que da sobre el Senado, las vaciamos con prudencia en dirección a un enorme ventilador eléctrico dirigido hacia abajo. Se desparramaron en una gran nube y bajaron derivando a través de un animado debate. Sin embargo algo debe haber fallado esta vez, porque las cosas no sonaron distintas en absoluto.
Aún seguimos empleando el maravilloso adjetivero, y los artículos del primo Len mejoran sin cesar. Hace poco apareció una recopilación reunida en un volumen, que probablemente ustedes han leído. Y se habla de vender los derechos cinematográficos. A nosotros también nos resulta útil el adjetivero para redactar telegramas, y yo lo usé, por lo general a una distancia de cuatro centímetros, para escribir esto. Por eso es tan breve, desde luego.
2 comentarios:
Un cuento maravillosos!
Preciosoa sensación despierta esta tarde de calor en el abarrotado subterráneo
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