domingo, 21 de octubre de 2007

La loca de la casa - Capitulo 13

de Rosa Montero

Supongo que no tengo más remedio que hablar del enojoso tema de las mujeres.
Llevo treinta años haciendo entrevistas a los demás, como periodista, y veinticinco años sien­do entrevistada como escritora. En este tiempo ha habido dos preguntas que me han planteado hasta la saciedad, hasta la desesperación, hasta la ira. No exagero: quizá me las hayan formulado unas mil veces, en toda Latinoamérica, en Estados Unidos, en España y en el resto de Europa; en los medios de comunicación o durante los coloquios de los ac­tos públicos. Por eso, cada vez que alguien vuelve a plantearme una de esas cuestiones, veo rojo y me entran unas atrabiliarias ganas de rugir y bufar. Esas dos fatídicas preguntas son: ¿Existe una lite­ratura de mujeres? y ¿Qué prefieres ser, periodista o escritora? Y supongo que, dada la pertinaz curiosi­dad que estos temas suscitan, debo hacer un esfuer­zo y volver a contestarlos en este libro.
En el transcurso de un simpósium internacional sobre la literatura de mujeres, celebrado en la Universidad de Lima en 1999, dije por vez primera en público una frase que luego he visto repetir a otros convertida en un tópico colectivo. Que se me per­done la jactancia (ay, la vanidad) de reclamar la autoría de la frase, pero quizá sea la única ocasión en la que un pensamiento mío adquiera vida propia y pase a formar parte de los dichos anónimos de una sociedad. Y lo que dije fue: Cuando una mujer es­cribe una novela protagonizada por una mujer, to­do el mundo considera que está hablando sobre mujeres; mientras que cuando un hombre escri­be una novela protagonizada por un hombre, todo el mundo considera que está hablando del géne­ro humano.
No tengo ningún interés, absolutamente ningu­no, en escribir sobre las mujeres. Quiero escribir sobre el género humano, pero da la casualidad de que el cincuenta y uno por ciento de la Humanidad es de sexo femenino; y, como yo pertenezco a ese gru­po, la mayoría de mis protagonistas absolutos son mujeres, del mismo modo que los novelistas varo­nes utilizan por lo general personajes principales masculinos. Y ya va siendo hora de que los lectores hombres se identifiquen con las protagonistas mu­jeres, de la misma manera que nosotras nos hemos identificado durante siglos con los protagonistas masculinos, que eran nuestros únicos modelos lite­rarios; porque esa permeabilidad, esa flexibilidad de la mirada, nos hará a todos más sabios y más libres.
Pero tendré que remontarme hasta el princi­pio, hasta el muy tedioso abecé del tema, y volver a contar una vez más las mismas obviedades. Para empezar por la primera: no, no existe una litera­tura de mujeres. Uno puede hacer la prueba de leerle a otra persona fragmentos de novelas, y estoy segura de que el oyente no atinará con el sexo de los autores más allá del mero acierto esta­dístico. Una novela es todo lo que el escritor es: sus sueños, sus lecturas, su edad, su lengua, su apa­riencia física, sus enfermedades, sus padres, su clase social, su trabajo... y también su género sexual, sin duda alguna. Pero eso, el sexo, no es más que un ingrediente entre muchos otros. Por ejem­plo, en el mundo occidental de hoy el hecho de ser mujer o ser hombre impone menos diferencias de mirada que el hecho de provenir de un medio urbano o de un medio rural. Por lo tanto, ¿por qué se habla de literatura de mujeres y no de literatura de autores nacidos en el campo, o de literatura de autores con minusvalías físicas, pongamos por caso, que seguro que te dan una percepción de la realidad radicalmente distinta? Lo más probable es que yo tenga mucho más que ver con un autor es­pañol, varón, de mi misma edad y nacido en una gran ciudad, que con una escritora negra, sudafrica­na y de ochenta años que haya vivido el apartheid. Porque las cosas que nos separan son muchas más que las que nos unen.
Me considero feminista o, por mejor decir, anti­sexista, porque la palabra feminista tiene un conte­nido semántico equívoco: parece oponerse al machismo y sugerir, por tanto, una supremacía de la mujer sobre el hombre, cuando el grueso de las corrientes feministas no sólo no aspiran a eso, sino que reivindican justamente lo contrario: que nadie resulte supeditado a nadie en razón de su sexo, que el hecho de haber nacido hombres o mujeres no nos encierre en un estereotipo. Pero mi preferencia por el término antisexista no quiere decir que reniegue de la palabra feminista, que puede ser poco precisa, pero está llena de historia y resume siglos y siglos de esfuerzos de miles de mujeres y hombres que lu­charon por cambiar una situación social aberrante. Hoy todos somos herederos de esta palabra: hizo que el mundo se moviera y me siento orgullosa de seguir utilizándola.
Ahora bien, el hecho de considerarte feminista no implica que tus novelas lo sean. Detesto la narra­tiva utilitaria y militante, las novelas feministas, ecologistas, pacifistas o cualquier otro ista que pen­sarse pueda, porque escribir para dar un mensaje traiciona la función primordial de la narrativa, su sentido esencial, que es el de la búsqueda del sen­tido. Se escribe, pues, para aprender, para saber; y una no puede emprender ese viaje de conocimiento llevando previamente las respuestas consigo. Más de un buen autor se ha echado a perder por su afán doctrinario; aunque a veces, en algunos casos espe­ciales, se da la circunstancia de que el propio talento salva al escritor de la ceguera de sus prejuicios. Como le sucedió, por ejemplo, a Tolstoi, que era un hombre extremadamente retrógrado y machista. De hecho, se planteó escribir Ana Karenina a modo de ejemplo moral de cómo la modernidad destruía la sociedad tradicional rusa; pretendía explicar que el progreso era tan inmoral y disolvente que las mujeres ¡incluso cometían adulterio! La novela par­tió de este prejuicio arcaico, pero luego el poderoso don narrativo de Tolstoi, su daimon, sus brownies, le sacaron del encierro de su ideología y le hicieron rendirse a la verdad de las mentiras literarias. De ahí que en su novela terminara emergiendo lo contrario de lo que pretendía: la hipocresía social, la victima­ción de Ana, la injusticia del sexismo.
Por lo demás, ningún daimon parece estar dis­puesto a salvar de sus prejuicios a los críticos, aca­démicos, enciclopedistas y demás personajes de la cultura oficial. Quiero decir que, si bien en el mun­do occidental la situación ha mejorado muchísimo, la cultura oficial sigue siendo machista. En los sim-pósiums suele seguirse citando a las escritoras como un capítulo aparte, un parrafito anejo a la conferen­cia principal («Y, en cuanto a la literatura de muje­res...»); apenas si aparecemos en las antologías, en los sesudos artículos universitarios, en los resúme­nes de fin de año o década o siglo que suelen hacer de cuando en cuando los medios de comunicación. No estamos suficientemente representadas en las academias o en las enciclopedias, ni se nos suelen encargar las ponencias serias en los encuentros internacionales. Los críticos son a menudo tremen­damente paternalistas y muestran una inquietante tendencia a confundir la vida de la escritora con su obra (cosa que no les pasa con los novelistas varones), a ver en todas las novelas de mujeres una literatura contemplativa y sin acción (aunque sea el thriller más trepidante) y, desde luego, como decíamos al principio, a pensar que aquello que escribe una mujer trata tan sólo de mujeres y es, por consiguiente, material humano y literario de segunda. Por fortuna también esa retrógrada cul­tura oficial se va feminizando; cada día hay más eruditas, críticas y profesoras universitarias, y eso está cambiando la situación; pero algunas de estas profesionales se empeñan en hacer reseñas, anto­logías y estudios literarios desaforadamente femi­nistas, es decir, ideologizados hasta el dogmatismo y, desde mi punto de vista, casi tan sexistas y con­traproducentes como el prejuicio machista. Aun­que parten desde la orilla contraria, también ellas piensan que lo que escribe una mujer trata tan sólo de mujeres.
Recordemos que las mujeres vivíamos en un ver­tiginoso abismo de desigualdad hasta hace muy poco. No se nos dejó ni siquiera estudiar en la uni­versidad hasta bien entrado el siglo XX; no se nos ha dejado votar hasta hace unos setenta años (en Fran­cia, en 1944, por ejemplo); durante muchísimo tiempo, en fin, no podíamos trabajar, ni viajar solas, ni tener autonomía legal. Venimos del infierno, de un horror muy cercano que parece habérsenos ol­vidado; y estoy hablando tan sólo del mundo occi­dental, que es el que ha evolucionado; en las dos terceras partes del planeta, la mujer sigue siendo un ser carente de derechos.
Con semejante panorama es natural que hubiera muy pocas escritoras. Ya se sabe que, según las mo­dernas teorías, es bastante probable que muchas de las obras anónimas sean el producto literario de una mujer, que no podía dar a conocer su autoría; por otra parte, un buen número de escritoras se ampara­ron en seudónimos masculinos para poder trabajar y publicar. Como George Eliot, o George Sand, o nuestra Fernán Caballero, o la misma Isak Dinesen; o usaron el nombre de sus maridos, convirtiéndose así en sus sufridas negras literarias, como en el caso de los primeros libros de Colette, firmados por Willy, o toda la obra de nuestra María Lejárraga, publica­da bajo el nombre de Martínez Sierra, el inútil cón­yuge, que se hizo pasar durante todo el siglo XX (la superchería se ha descubierto hace muy poco) por un autor teatral de gran éxito. Siendo como eran excepcionales en su entorno, la mayoría de ellas in­tentaban escribir como hombrecitos. En sus obras medio periodísticas, George Sand, por ejemplo, lle­gaba a hablar de sí misma como si fuera varón, en una especie de travestismo narrativo, porque no había modelos expresivos femeninos que pudiera utilizar. Si se hubiera puesto a sí misma como mu­jer, el texto hubiera resultado demasiado chirriante, demasiado chocante para los lectores, se hubiera salido de la convención narrativa del momento. Esto es importante: durante muchos años, al no tener modelos literarios, culturales y artísticos fe­meninos, la mujer creadora tendió a mimetizar la mirada masculina.
Esa mirada, por otra parte, es también la nuestra en gran medida. Es evidente que mujeres y hombres de una misma época y una misma cultura compar­timos infinidad de cosas, que tenemos mitos y fan­tasmas comunes. Sin embargo, las mujeres posee­mos un pequeño núcleo de vivencias específicas por el hecho de ser mujeres, de la misma manera que los hombres poseen su rincón especial. Por ejemplo: los varones se han pasado milenios construyendo literariamente unos modelos de mujer que en reali­dad no se corresponden con cómo somos nosotras, sino con cómo nos ven ellos, a través de las diversas fantasías de su subconsciente: la mujer como peli­gro (la vampiresa que chupa la energía y la vida del hombre), la mujer tierra-maga-madre, la mujer niña-guapa-tonta estilo Marilyn... No hay nada que objetar a todo esto, porque esos prototipos exis­ten de verdad dentro de la cabeza de los hombres y sacarlos a la luz enriquece la descripción del mundo y el entendimiento de lo que todos somos.
Pues bien, ahora a las mujeres nos toca hacer lo propio. Entre todas estamos también sacando al exterior nuestras imágenes míticas de los hombres. Ellos nos ven así, pero nosotras, ¿cómo les vemos en nuestro subconsciente? ¿Y qué forma artística se les puede dar a esos sentimientos? Y éste no es el único tema específicamente femenino. Citaré otro asunto que está emergiendo ahora de las profun­didades de la mente de las mujeres: ¿cómo nos sentimos de verdad, en lo más hondo, frente a la maternidad y la no maternidad? ¿Qué mitos, qué sueños y qué miedos se ocultan ahí, y cómo pode­mos expresarlos? Sólo un ejemplo más: la mens­truación. Resulta que las mujeres sangramos de modo aparatoso y a veces con dolor todos los me­ses, y resulta que esa función corporal, tan espec­tacular y vociferante, está directamente relaciona­da con la vida y con la muerte, con el paso del tiempo, con el misterio más impenetrable de la existencia. Pero esa realidad cotidiana, tan carga­da de ingredientes simbólicos (por eso los pueblos llamados primitivos suelen rodear la menstrua­ción de complejísimos ritos), es sin embargo si­lenciada y olímpicamente ignorada en nuestra cultura. Si los hombres tuvieran el mes, la litera­tura universal estaría llena de metáforas de la san­gre. Pues bien, son esas metáforas las que las escri­toras tenemos que crear y poner en circulación en el torrente general de la literatura. Ahora que, por primera vez en la historia, puede haber tantas escri­toras como escritores; ahora que ya no somos excep­ciones, ahora que nuestra participación en la vida literaria se ha normalizado, disponemos de una total libertad creativa para nombrar el mundo. Y hay unas pequeñas zonas de la realidad que sólo nosotras podemos nombrar.
Y lo estamos haciendo. Es un proceso natural, acumulativo, automático. Todos los escritores in­tentamos definir, describir, ordenar con palabras nuestro espacio; y a medida que el entorno en el que vives cambia, el relato difiere. Por ejemplo, para po­der construir por primera vez un arquetipo cultural de lo que es la vida en alta mar, de lo que es perderse en el océano y luchar contra la enormidad y las incle­mencias, tienes que haberlo conocido. Melville fue marinero; se enroló en un par de barcos balleneros, uno de ellos tan atroz que desertó. Por eso supo con­tarlo. Por eso pudo inventarse a Moby Dick. Ahora bien: cuando generaciones y generaciones de escrito­res han conseguido dar forma pública y literaria a un tema, cuando lo han logrado convertir en un mito expresivo, esa realidad ya pasa a ser material común de todos los humanos. Porque leer es una forma de vivir. Quiero decir que yo, que detesto embarcarme, que nunca he estado en alta mar y me mareo incluso en el vaporetto de Venecia, podría sin embargo es­cribir una narración que incluyera ingredientes ma­rinos, porque conozco lo que es eso gracias a mis lec­turas; y no hablo de la jerga técnica, de saber qué es un obenque o dónde está la jarcia mayor, sino de lo profundo, del sentimiento que lo oceánico despierta en el corazón de los humanos. De la misma manera, a medida que las mujeres novelistas vayamos com­pletando esa descripción de un mundo que antes sólo existía en nuestro interior, lo iremos convirtien­do en patrimonio de todos; y los varones también podrán utilizar las metáforas sangrientas como si fueran suyas, o intentarán adaptarse a nuestros modelos de hombre, como muchas mujeres inten­tan parecerse a los modelos de mujer que ellos han inventado. Así de poderosa es la imaginación.
En cuanto a la otra pregunta repetitiva y tedio­sa, «¿qué prefieres ser, periodista o escritora?», debo decir que, de entrada, está mal planteada. Hay muchos tipos de periodismo: de dirección y de edición, de televisión, de radio... Y ésos son trabajos muy distintos a lo que yo hago. El periodismo al que me dedico, que es el escrito, de plumilla, de ar­ticulista y reportera, es un género literario como cualquier otro, equiparable a la poesía, a la ficción, al drama, al ensayo. Y puede alcanzar cotas de exce­lencia literaria tan altas como un libro de poemas o una novela, como lo demuestra A sangre fría, de Truman Capote, esa obra monumental que en rea­lidad no es ni más ni menos que un reportaje. Por otra parte, es muy raro el escritor que cultiva un solo género; lo habitual es que se sea, por ejemplo, poeta y ensayista, narrador y dramaturgo... Yo me consi­dero una escritora que cultiva la ficción, el ensayo y el periodismo. No sé por qué parece sorprender a la gente que compagines periodismo y narrativa, cuando es algo de lo más común. Si repasamos la lista de los escritores de los dos últimos siglos, por lo menos la mitad, y probablemente más, han sido periodistas. Y no me refiero ya a Hemingway y García Márquez, que son los nombres tópicos que siempre se citan, sino a Balzac, George Eliot, Os­ear Wilde, Dostoievski, Graham Greene, Dumas, Rudyard Kipling, Clarín, Mark Twain, Italo Cal-vino, Goethe, Naipaul y muchísimos más, tantos que no acabaríamos nunca de nombrarlos.
De hecho esta pregunta sólo puede haber sido formulada en el siglo XX, más aún, en la segunda mitad del siglo XX, porque antes las fronteras entre lo periodístico y lo narrativo eran sumamente bo­rrosas. Los escritores realistas y naturalistas del si­glo XIX documentaban sus novelas con la misma meticulosidad que el periodista de hoy se documen­ta para un reportaje. Dickens se presentó en varios internados ingleses, haciéndose pasar por el tutor de un posible pupilo, para enterarse de las condiciones de vida de esas instituciones y poder describirlas en Nicholas Nickleby; y Zola se hizo un viaje a Lourdes en el sórdido tren de enfermos (y tomó notas de todo, desde el nombre y los síntomas de las en­fermedades hasta la rutina ferroviaria de la pere­grinación) y lo describió punto por punto en una novela. En aquella época, la gente leía los libros de ficción como quien lee un periódico, conven­cida de que estaban llenos de verdades literales, o sea, de ese tipo de verdades que podrían ser auten­tificadas por un notario. Fue la llegada de la socie­dad de la información y de la imagen, fue la irrup­ción de la fotografía, el cine, los documentales y sobre todo la televisión, lo que cambió el sentido de lo narrativo y estableció unas fronteras más o menos precisas entre el periodismo y la ficción, convirtién­dolos en dos géneros literarios diferenciados.
Todos los géneros poseen sus normas y, en prin­cipio, habría que atenerse a esas reglas para hacerlos bien. No puedes escribir una obra de teatro como si fuera un ensayo, porque probablemente sería aburridísima; y no debes escribir un ensayo como si fuera poesía, porque es muy posible que le falte rigor. Del mismo modo, no puedes escribir una novela como si fuera periodismo, o harás una ma­la novela, ni periodismo como si fuera ficción, por­que harás mal periodismo. Luego, claro, todos estos límites pueden ser ignorados y traspasados cien­tos de veces, porque además hoy la literatura está viviendo un tiempo especialmente mestizo en el que predomina la confusión de géneros: este mismo libro que estoy escribiendo es un ejemplo de ello. Pero para poder romper los moldes hay que cono­cerlos previamente, de la misma manera que, para poder hacer cubismo, antes había que saber pintar de modo convencional (Picasso dixit).Y así, hay que tener muy claro que el periodismo y la narrativa son géneros muy distintos e incluso antitéticos. Por ejemplo, en periodismo la claridad es un valor: cuanto menos confusa y menos equívo­ca sea una pieza periodística, mejor será. Y en nove­la, en cambio, lo que vale es la ambigüedad. Quizá podríamos decir, para resumir la diferencia funda­mental, que en periodismo hablas de lo que sabes y en narrativa de lo que no sabes que sabes. Perso­nalmente, en fin, yo me siento sobre todo novelista. Empecé escribiendo ficciones, unos cuentos horro­rosos de ratitas que hablaban, a los cinco años de edad; y, si me hice periodista, fue por tener una pro­fesión que no se alejara demasiado de mi pasión de narradora. Puedo imaginarme fácilmente sin ser periodista, pero no me concibo sin las novelas. Si se me acabara ese tumulto de ensueños narrativos, ¿cómo me las iba a arreglar para seguir levantándo­me de la cama todos los días?

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