de Ana María Shua
A mi tío Ludio, a cambio de Caperucita.
Tom gritó. Mamá estaba en la cocina, amasando. Tom tenía cuatro años, era sano y bastante grande para su edad. Podía gritar muy fuerte durante mucho tiempo. Mamá siempre leía libros acerca del cuidado y la educación de los niños. En esos libros, y también en las novelas, las madres (las buenas madres, las que realmente quieren a sus hijos) eran capaces de adivinar las causas del llanto de un chico con sólo prestar atención a sus características.
Pero Tom gritaba y lloraba muy fuerte cuando estaba lastimado, cuando tenía sueño, cuando no encontraba la manga del saco, cuando su hermana Soledad lo golpeaba y cuando se le caía una torre de cubos. Todos los gritos parecían similares en volumen, en pasión, en intensidad. Sólo cuando se trataba de atacar al bebé Tom se volvía asombrosamente silencioso, esperando el momento justo para saltar callado, felino, sobre su presa. El silencio era, entonces, más peligroso que los gritos: ese silencio en el que mamá había encontrado una vez a Tom acostado sobre el bebé, presionando con su vientre la cara (la boca y la nariz) del bebé casi azul. Tom gritó, gritó, gritó. Mamá sacó las manos de la masa de la tarta, se enjuagó con cuidado, con urgencia, bajo el chorro de la canilla, y secándose todavía con el repasador corrió por el pasillo hasta la pieza de los chicos. Tom estaba tirado en el suelo, gritando. Soledad le pateaba rítmicamente la cabeza. Por suerte Soledad tenía puestas las pantuflas con forma de conejo, peludas y suaves, y no los zapatos de ir a la escuela.
Mamá tomó a Soledad de los brazos y la zamarreó con fuerza, tratando de demostrarle, con cal ma y con firmeza, que le estaba dando el justo castigo por su comportamiento. Tratando de no demostrarle que tenía ganas de vengarse, de hacerle daño. Tratando de portarse como una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos.
Después levantó a Tom y quiso acunarlo para que dejara de gritar, pero era demasiado pesado. Se sentó con él en el borde de la cama acariciándole el pelo. Tom seguía gritando. Era un hermoso milagro que no hubiera despertado al bebé. Cuando mamá sacó un caramelo del bolsillo del delantal, Tom dejó de gritar, lo peló y se lo comió.
—Quiero más caramelos —dijo Tom.
—Yo también quiero caramelos —dijo Soledad—. Si le diste a Tom me tenés que dar a mí.
—No hay más caramelos. Vos Sole, más bien que no te merecés ningún premio. Y a vos parece que no te dolía tanto que con un caramelo te callaste —como una buena madre, equitativa, dueña y divisora de la Justicia. Pero una buena madre no consuela a sus hijos con caramelos, una madre que realmente quiere a sus hijos protege sus dientes y sus mentes.
—Queremos más caramelos —dijo Soledad.
Y ahora Tom estaba de su lado. Entre los dos trataron de atrapar a mamá, que quería volver a la cocina. Tom le abrazó las piernas mientras Soledad le metía la mano en el bolsillo del delantal. Mamá sacó la mano de Soledad del bolsillo con cierta brusquedad. Calma. Firmeza Autoridad. Amor
—¡No! Los bolsillos de mamá no se tocan.
—Tenés más, tenés más, sos una mentirosa, ¡nos engañaste! —gritaba Soledad.
—Mamá mala, mamá mentirosa, ¡mamá culo! —gritaba Tom.
—Empezaron los dibujitos animados —dijo mamá. Autoridad. Firmeza Culo.
Tom y Soledad la soltaron y corrieron hacia el televisor. Soledad lo encendió. Levantaron el volumen hasta un nivel intolerable y se Sentaron a medio metro de la pantalla. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, no lo hubiera permitido. Mamá pensó que se iban a quedar ciegos y sordos y que se lo tenían merecido. Cerró la puerta de la cocina para defender sus tímpanos y volvió a la masa de tarta. Masa para pascualina La Salteña es más fresca porque se vende más. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, ¿compraría masa para pascualina La Salteña?
Acomodó la masa en la tartera, incorporó el relleno, que ya tenía preparado, cerró la tarta con un torpe repulgue y la puso en el horno. A través de la masa infernal de sonido que despedía el televisor, se filtraba ahora el llanto del bebé. Como una respuesta automática de su cuerpo, empezó a manar leche de su pecho izquierdo empapándole el corpiño y la parte delantera de la blusa. Sonó el timbre - —¡Un momento! —gritó mamá hacia la puerta.
Fue al cuarto de los chicos y volvió con el bebé en brazos. Abrió la puerta. Era el pedido de la verdulería. El repartidor era un hombre mayor, orgulloso de estar todavía en condiciones de hacer un trabajo como ése, demasiado pesado para su edad. Mamá lo había visto alguna vez, en un corte de luz, subiendo las escaleras con el canasto al hombro, jadeante y jactancioso.
—Los chicos están demasiado cerca del televisor —dijo el hombre, pasando a la cocina.
—Tiene razón —dijo mamá. Ahora había un testigo, alguien más se había dado cuenta, sabía qué clase de madre era ella.
El olor a leche enloquecía al bebé, que lloraba y picoteaba la blusa mojada como un pollito buscando granos. El viejo empezó a sacar la fruta y la verdura de la canasta apilándola sobre la mesada de la cocina. Hacía el trabajo lentamente, como para demostrar que no le correspondía terminarlo sin ayuda. Mamá sacó algunas naranjas, una por una, con la mano libre. El verdulero amarreteaba las bolsitas. Una buena madre no encarga él pedido: una madre que realmente quiere a sus hijos va personalmente a la verdulería y elige una por una las frutas y verduras con que los alimentará. Cuando una mujer es lo bastante perezosa como para encargar los alimentos en lugar de ir a buscarlos personalmente, el verdulero trata de engañarla dedos maneras: en el peso de los productos y en su calidad; Mama observó detenidamente cada pieza que salía de la canasta buscando algún motivo que justificara su protesta para poder demostrarle al viejo que ella, aunque se hiciera mandar el pedido, no era dé las que se conforman con cualquier cosa.
—Las papas —dijo por fin—. ¿No son demasiado grandes?
—Cuanto más grandes mejor —dijo el hombre—I lo malo son las papas chicas. Mire ésta —tomó una de las papas más grandes y la acercó a la cara de mamá—. Es ideal para hacer al horno. Usted la pela y le hace cortes así, ¿ve? como tajadas pero no hasta abajo del todo. En cada corte, un pedacito de manteca. Después en el horno la papa se abre y queda como un acordeón doradito, riquísima, hágame caso.
Mamá le dijo que sí, que le iba a hacer caso. Le pagó, y el hombre se fue, pero antes volvió a mirar con reprobación a los chicos, que seguían pegados al televisor.
Mamá se preparó un vaso grande lleno de leche y se sentó en la cocina para amamantar al bebé. Cuando se le prendía al pecho ella sentía una sed repentina y violenta que le secaba la boca. Sentía también que una parte de ella misma se iba a través de los pezones. Mientras el bebé chupaba de un lado, del otro pecho partía un chorro finito pero con mucha presión. Una buena madre no alimenta a sus hijos con mamadera. Mamá tomaba la leche a sorbos chicos, como si ella también mamara. Cuando el bebé estuvo satisfecho, se lo puso sobre el hombro para hacerlo eructar. Ahora había que cambiarlo. También ordenar la cocina. Organizarse. Primero cambiar al bebé.
Le sacó los pañales sucios. Miró con placer la caca de color amarillo brillante, semilíquida, de olor casi agradable, la típica diarrea posprandial, decían sus libros, de un bebé alimentado a pecho. El chiquitito se sonrió con su boca desdentada y agitó las piernas, feliz de sentirlas en libertad. Lo limpió con un algodón mojado. ¿Era suficiente? Otras madres lavaban a sus bebés en una palangana o debajo del chorro de la canilla. Tenía la cola paspada. A los bebés de otras madres no se les paspaba la cola. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, ¿usaría, como ella, pañales descartables? Usaría pañales de tela, los lavaría con sus propias manos, con amor, con jabón de tocador.
—¡Soledad! ¡Me alcanzás del baño la cremita para la cola del bebé! —pidió mamá.
Soledad apareció con inesperada, inhabitual rapidez. Traía el frasco de dermatol y las manos mojadas.
—¿Qué estabas haciendo en el baño? —Nada mamá, lavándome las manos. Tom gritó. Mamá dejó al bebé, limpio y seco pero todavía sin pañales, en la cuna corralito. Los gritos eran muy fuertes y venían del baño. Soledad se plantó delante de la puerta.
—No entres ahí mamita, de verdad, por favor, no entres, perdoname.
Los alaridos de Tom eran más fuertes que el mismísimo sonido del televisor, inútilmente encendido en el living. Deslizándose por debajo de la puerta del baño, un flujo lento y constante de agua jabonosa inundaba la alfombra del pasillo haciendo crecer una mancha de color oscuro. Mamá empujó a Soledad y abrió la puerta. Tom tenía la cara pintada de varios colores y en el pelo un pegote de pasta dentífrica. Sus cosméticos estaban tirados en el suelo, empapados, en medio del charco de agua que provocaba el desborde del bidet. Soledad había salido corriendo, seguramente para esconderse en el ropero.
Mamá sacó el tapón del bidet y forcejeó con las canillas.
—No pude cerrarlas —lloriqueó Tom.
Para mamá tampoco era fácil. Habían sido abiertas hasta su punto máximo y giraban en falso. Después de varios intentos lo consiguió. Sonó el teléfono. Mamá se obligó a quedarse en el baño hasta ver el bidet vacío y asegurarse de que no salía más agua. Después fue a atender.
Al levantar el tubo escuchó el característico sonido que precedía las comunicaciones de larga distancia.
—Es llamado de afuera, chicos, ¡es papito! —gritó, feliz. Soledad salió de la pieza arrastrando, la cuna donde el bebé lloraba.
—¡Mamá! —gritó—. Tom lo quiere matar al bebé pero no sin querer. ¡Lo quiere matar a pro¬pósito!
—¡Mentira! —gritó Tom, que venía detrás— Sos un culo cagado con olor a culo cagado. ¡Soledad, caca caca caca con olor!
—¡Lo odio! —gritó Soledad—. Quiero que no exista más, mamá por qué tengo que soportarlo. ¡Hijo de culo! ¡Hijo de mierda! ¡Ano con pelos!
—Cállense —pidió mamá—. ¡No oigo nada!¡Hagan lo que quieran pero cállense! Soledad apagá la tele, es papito de afuera y no oigo nada.
—Mamá dijo hagan lo que quieran —le dijo Soledad a Tom, que sonrió y dejó de gritar. Empujando la cuna se fueron a la cocina.
Mamá volvió a prestar atención a la voz lejana, con ecos, que venía desde el tubo del teléfono. Entregaba una atención absoluta, concentrada. Al principio sonreía. Después dejó de sonreír. Después habló mucho más alto de lo necesario para ser oída. Después hizo gestos que eran inútiles, porque su interlocutor no los podía ver. Después cortó y sintió que tenía ganas de llorar y que quería estar sola. Después escuchó un ruido largo, complejo y violento. Tom gritó. Mamá corrió a la cocina.
Parado sobre la mesada, entre lechugas y berenjenas, Tom gritaba asustado. Soledad trataba de no llorar, milagrosamente entera en medio de una pila de escombros: restos de platos y vasos rotos. Tom se había trepado a la mesada para alcanzar los frascos de mermelada del estante y, apoyándose con todas sus fuerzas, lo había hecho caer. El bebé estaba bien. Habían volcado deliberadamente la azucarera sobre la cuna para mantenerlo entretenido. Lamía el azúcar con placer y agitaba los brazos y las piernas emitiendo sonidos de alegría. En la batita y en el pelo también tenía azúcar. Mamá miró los restos de un plato azul, de loza, con el dibujo de un perrito en relieve, un plato que había pertenecido a su propia madre. Nadie que no tuviera ese platito azul en un estante
de la alacena podría llegar a ser una buena madre. Tuvo más ganas de llorar.
Tom y Soledad habían estado jugando al picnic en el suelo de la cocina, sobre el mejor mantel blanco, el de las cenas con invitados. Habían sacado pan, queso, mostaza, ketchup y Coca de la heladera y habían usado algunas de las frutas y verduras que estaban todavía sobre la mesada. En el mantel había dos tomates y una manzana mordisqueados, unas papas sucias y manchas de mostaza.
Mamá quería estar sola y quería llorar. Pensar en lo que le estaba pasando. También quería pegarles muy fuerte a Tom y a Soledad. Pero antes tenía que sacar al bebé de ahí para que el azúcar no le provocara gases, tenía que asegurarse de que los tres estaban bien y barrer los restos peligrosos de la cocina. Alzó a Tom, que estaba descalzo, y lo llevó a su pieza.
—Andate de acá, Soledad, salí que voy a barrer —dijo con voz controlada, contenida.
—Vos dijiste hagan lo que quieran.
—Soledad no te estoy retando ahora, solamente te dije que salgas.
—El estante lo tiró Tom —dijo Soledad.
—¡Porque vos me mandaste a buscar la mermelada! —gritó Tom, que había vuelto a acercar-se, todavía descalzo, a la puerta de la cocina—. ¡Sos una acusadora y una basura con ano y porquería cagada!
—¡Basta! —gritó mamá. Y ella misma se asustó al notar la carga de furia en su grito—. Basta basta basta, no aguanto más gritos, hiciste un desastre y encima gritás gritás gritás.
Atrapó a Tom de un brazo y le dio un chirlo en la cola sabiendo que estaba siendo injusta, que Soledad había sido tan culpable como él o más. El bebé lloraba ahora y también Tom. Soledad le dio un empujón a mamá con bastante fuerza como para hacerla caer de rodillas, con las manos hacia adelante. Sintió un dolor afilado en la palma de la mano derecha.
—¡No le vas a pegar a mi hermanito!
—¡Mamá es un dedo en la nariz! —gritó Tom.
Mamá había caído sobre un vidrio roto. Se miró la mano lastimada. El tajo era profundo y sangraba.
—Mamá, ¿por qué la sangre es colorada? —preguntó Tom.
—Mirá lo que le hiciste a mamá, Soledad —dijo mamá, mostrándole la herida.
Pero después vio la carita asustada, los ojos grandes de Soledad y pensó que había sido cruel. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, no los carga de innecesaria culpa.
—No es nada, linda, no te asustes, ya sé que fue sin querer, ahora me pongo agua oxigenada y una curita y ya está -agradecía casi el dolor físico que le permitís evitar las sonrisas, hasta llorar un poco. Levantó la mano por encima del corazón para parar la sangre.
—Mamá, ¿por qué la sangre es colorada? —preguntó Tom.
—Porque sí —dijo mamá distraída, apretándose la mano con un repasador. Tenía que barrer y sacar al bebé. ¿Qué primero? Organizarse.
—Soledad, haceme un favor, levantá un minutito al bebé mientras yo me voy a poner una venda.
—Pero yo también quiero ver cómo te curás.
—Sí, levantalo al bebé y vení con él al baño y ves todo.
—Mamá, ¿por qué la sangre es colorada?, porque sí no me digas —dijo Tom.
—No quiero levantar al bebé porque está sin pañales —dijo Soledad—.Me va a cagar y mear toda.
—¡Soledad cagada y meada! —gritó gloriosamente Tom.
Mamá terminó de atarse torpemente el repasador con ayuda de los dientes. Necesitaba estar un momento, nada más que un momento, sola. Y en silencio. Pensar en la voz lejana, con ecos. Y llorar. Levantó al bebé y mientras lo sostenía con el brazo izquierdo usó la mano herida para inclinar la cunita y tratar de sacudir el grueso del azúcar. Acostó al bebé y empezó a barrer los restos de vidrios y loza. La tarea hizo que se aflojara el repasador mal anudado y la mano herida volvió a sangrar. Dolía mucho. Juntó lo que pudo con la pala. Levantó al bebé y lo llevó a la pieza para ponerle un pañal limpio. En el camino, el bebé regurgitó una bocanada de leche semidigerida
sobre su ropa.
—Mamá, ¿por qué la sangre es colorada?, porque sí no me digas —-preguntó Tom.
—Porque está compuesta por glóbulos rojos —dijo mamá mientras le ponía el pañal al bebé y le limpiaba la boca con un trapito. Tom se quedó desconcertado por unos segundos, pero Soledad estaba atenta.
—¿Por qué son rojos los glóbulos de la sangre? —preguntó.
—Porque el libro del porqué tiene muchas hojas —contestó mamá.
Puso una sábana limpia sobre la cuna y unos cuantos chiches de goma. Todo lo que tocaba se ensuciaba con manchitas de sangre. El bebé se largó a llorar en cuanto lo puso boca abajo. Pero esta vez mamá estaba decidida a curarse la mano. También quería estar sola. Soledad la siguió al baño para ver cómo se vendaba.
—¿Ves lo que hace mamita? Así también tenés que hacer vos cuando te lastimás. Primero lavarse bien a fondo con agua y jabón.
El baño seguía encharcado de agua jabonosa. Levantó los cosméticos mojados. Tendría que secarlo enseguida antes de que alguien se resbalara. En el botiquín encontró agua oxigenada, vendas, tela adhesiva. Iba a necesitar ayuda. Vertió el agua oxigenada sobre la herida, que tenía los bordes separados. Probablemente necesitara unas puntadas pero se sentía incapaz de llegar con los tres chicos hasta el hospital. Apretó una compresa de gasa con mucha fuerza contra la herida, para parar la hemorragia. Después se puso otra gasa limpia y, con ayuda de Soledad, la tela adhesiva. Entonces percibió el silencio. El bebé había dejado de llorar.
—Soledad, andá a ver qué pasa con Tom y el bebé.
A Soledad le gustaba proteger al bebé casi tanto como pegarle a Tom. Apenas había salido cuando se escuchó su desesperado aullido de socorro.
—Lo está matando, mamá mamá mamá, lo va a destrozar, mamá, mamá, ¡vení ahora! Lo está revoleando, ¡LO MATA, MAMÁ!
Mamá quiso correr a la velocidad que exigían los gritos enloquecidos de Soledad, se resbaló y se cayó torciéndose un tobillo de mala manera. Se levantó y siguió como pudo hasta la pieza donde el bebé dormía tranquilamente en su cuna mientras Tom revoleaba por el aire un perrito de paño relleno de mijo. El perrito ya estaba en parte roto y el mijo salía por el agujero, impulsado por la fuerza centrífuga, chocando contra las paredes, cayendo al suelo, sobre las camas, en la cuna. Soledad gritaba histéricamente. Mamá la hizo callar de una bofetada, le sacó a Tom el perrito de paño y se sentó sobre una de las camitas porque el tobillo lastimado ya no la sostenía. Vio sangre en la cara de Soledad y sintió un golpe en el corazón. Después se dio cuenta de que le había pegado con la mano herida, que volvía a sangrar. Vio el dibujo de globos y payasos que ella misma había elegido para la colcha y otra vez tuvo ganas de llorar.
—Traeme el costurero que voy a curar a tu perrito: lo voy a coser —le dijo a Soledad. El tobillo empezaba a hincharse.
—Traéme esto, traéme aquello, qué te crees que soy —dijo Soledad—. ¿Te creés que soy la Ceni¬cienta de esta casa?
—Entonces no te coso nada el perrito y no me importa nada si se le sale todo el relleno —llo¬riqueó mamá. ¿Cómo una buena madre? ¿Lloriqueando?
—Quiero panqueques rellenos —dijo Tom—. Mamá le pegó a Soledad. Mamá es un ano con pelotudeces.
Mamá rengueó hasta su dormitorio. En el cajón de la cómoda encontró un pañuelo del tamaño adecuado para hacerse un vendaje en el tobillo. Un esguince, nada grave, si mañana empeoraba iría al médico. El pie ya no le cabía en el zapato Trató de hacer el vendaje bien apretado (la mano herida no le facilitaba el trabajo) y se puso encima un zoquete de los que su marido odiaba y que ella usaba solamente para dormir. Sintió en el aire un olor a quemado y se acordó de la torta pascualina.
Caminando despacio (el tobillo latía dolorosa mente) fue a la cocina. Se agachó para abrir la puerta del horno y vaya a saber por qué alcanzó a darse vuelta justo a tiempo para ver a Tom y Soledad ya definitivamente aliados (pero qué bueno que los hermanos sean unidos, que se ayuden entre ellos), sus cuatro manitas empujándola desde su inestable posición, en cuclillas, contra el horno caliente. Pudo moverse hacia un costado antes de caer, quemándose solamente el antebrazo izquierdo, que rozó la puerta abierta. Puteó de dolor y también de miedo. Sin decir nada, mirándolos fijamente, jadeando, puso la zona quemada debajo del chorro de agua fría. Eso la alivió enseguida.
—Mamá dijo una mala palabra —dijo Tom.
—De veras no sabíamos que el horno estaba caliente de verdad, mamita perdoname, queríamos jugar a Hansel y Gretel, de veras que no sabíamos.
—La bruja mala se quemó en el horno y se hizo de chocolate rico y se la comieron —dijo Tom—. Mamá dice malas palabras.
—De veras que no sabíamos —repitió Soledad, con cierta monotonía.
Mamita pensó que no le creía y también que estaba loca por no creerle. Sus hijos. Los quería. La querían. El amor más grande que se puede sentir en este mundo. El único amor para siempre, todo el tiempo.
El Amor Verdadero. Necesitaba estar un momento sola, pensar en la llamada, en la voz lejana, con ecos. Llorar. Ponerse Cicatul en la quemadura, que ardía ferozmente. Fue al baño. Una mujer organizada ya lo habría secado. El baño se-guía mojado. Una buena madre. Tom la siguió.
—Tom, mi vida, mamita tiene que estar un momentito sola en el baño.
—¿Para qué?
—¡Para hacer CACA! A mamita le gusta estar sola cuando hace caca, ¿sabés?
—A mí no. A mí me gusta más que me hagan compañía cuando hago caca.
—Pero a mí me gusta estar sola.
—A mí también —intervino Soledad—. Porque yo ya soy grande. Tom es un bebé.
—Yo no soy ningún bebé —aulló Tom.
—Quiero ver cómo mamá se saca la bombacha. Quiero verte los pelitos de abajo —dijo Soledad.
—Yo también quiero ver la concha peluda de mamita —dijo Tom.
—Cuando yo sea grande voy a tener una concha peluda —dijo Soledad.
—¡Pero nunca de nunca vas a tener un pito! —dijo Tom.
—¡Y vos nunca de nunca vas a tener mis años! ¡Por más que cumplas y cumplas años nunca vas a tener mis años! —dijo Soledad.
—Quiero que se vayan —dijo mamá en voz muy baja, temblorosa, amenazadora.
—Y yo quiero verte las tetas —dijo Tom—. Al bebé lo dejás chupar y a mí no.
—Sí, sí, eso queremos, tetas tatas titas totas tetas tetas —canturreó Soledad.
Con todo su peso Soledad se abalanzó sobre mamita para desabrocharle la blusa, mientras Tom le metía las manitos por abajo. El ataque fue repentino, mamá no lo esperaba y su nuca golpeó fuerte contra los azulejos blancos y celestes, con motivos geométricos. El golpe la atontó y al mismo tiempo la hizo perder el control. Agarró a cada uno de un brazo, apretando con bastante fuerza como para dejarles marcadas las huellas de sus dedos. Casi no sentía dolor en la mano herida. Caminar, en cambio, era un puro esfuerzo de voluntad. Los arrastró fuera del baño, por el pasillo.
Cuando calculó que estaba lo bastante lejos los soltó de golpe, empujándolos para asegurarse de que se cayeran. Corrió hacia el baño apoyándose en las paredes, sintiendo que Tom y Soledad se levantaban, escuchando sus pasitos livianos y veloces otra vez hacia ella, alcanzó sin embargo a meterse en el baño y cerrar la puerta sobre un pie de Soledad, que no gritó. Empujó la puerta hasta que Soledad, jadeando de dolor pero todavía en silencio, tuvo que sacar el pie. Pudo cerrar la puerta y dar vuelta la llave.
Mamá se sentó en el inodoro, apoyó la cabeza en un toallón y se puso a llorar. Lloró y lloró, aliviándose, sintiendo que un sollozo provocaba al otro, lo buscaba. Lloró como quien vomita hasta escuchar, de pronto, a través de su propio llanto, otro llanto nítido, distinto, qué se acompasaba extrañamente con el suyo. El bebé. Su bebé. Se acercó a la puerta, apoyó el oído. Se oían risitas ahogadas. Estaban allí. Ahora la tenían en sus manos, sin defensas. Un rehén. Rescatarlo.
Muy lentamente, tratando de no hacer ruido, dio vuelta la llave en la cerradura y abrió la puerta de golpe. Tom, que estaba del otro lado apoyándose con todo su peso, cayó sobre los mosaicos golpeándose la cabeza. Mamá rengueó hasta la pieza de los chicos. Soledad, sentada, sostenía al bebé sobre su falda. La golpeó en la cara con la mano abierta, arrancándole al bebé de los brazos. Soledad tropezó contra una sillita baja y eso le dio tiempo a mamá a adelantarse. Pronto estuvo otra vez en el baño con el bebé. Tom seguía en el suelo, gritando y pateando. Lo empujó afuera con el pie y volvió a cerrar con llave.Su bebé. Chiquito. Indefenso. Suyo. Mamá lo abrazó, lo olió. La leche empezó a fluir otra vez, mansamente, de sus pechos. Se tocó la nuca. Apenas un chichón. Puso su cara contra la del bebé, tan suave, cubierta por un vello rubio casi invisible. Despedía calor, amor. Mamá lo acunó mientras cantaba una dulcísima melodía sin palabras El bebé era todavía suyo, todo suyo, una parte de ella. Movía incontroladamente los bracitos como si quisiera acariciarla, jugar con su nariz. Tenía las uñitas largas. Demasiado largas, podía lastimarse la carita: buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, les corta las uñas más seguido. Algunos movimientos parecían completamente azarosos, otros eran casi deliberados, como si se propusieran algún fin. El índice de la mano derecha del bebé entró en el ojo de mamá provocándole una profunda lesión en la córnea. El bebé sonrió con su sonrisa desdentada.
lunes, 19 de noviembre de 2007
domingo, 21 de octubre de 2007
La loca de la casa - Capitulo 13
de Rosa Montero
Supongo que no tengo más remedio que hablar del enojoso tema de las mujeres.
Llevo treinta años haciendo entrevistas a los demás, como periodista, y veinticinco años siendo entrevistada como escritora. En este tiempo ha habido dos preguntas que me han planteado hasta la saciedad, hasta la desesperación, hasta la ira. No exagero: quizá me las hayan formulado unas mil veces, en toda Latinoamérica, en Estados Unidos, en España y en el resto de Europa; en los medios de comunicación o durante los coloquios de los actos públicos. Por eso, cada vez que alguien vuelve a plantearme una de esas cuestiones, veo rojo y me entran unas atrabiliarias ganas de rugir y bufar. Esas dos fatídicas preguntas son: ¿Existe una literatura de mujeres? y ¿Qué prefieres ser, periodista o escritora? Y supongo que, dada la pertinaz curiosidad que estos temas suscitan, debo hacer un esfuerzo y volver a contestarlos en este libro.
En el transcurso de un simpósium internacional sobre la literatura de mujeres, celebrado en la Universidad de Lima en 1999, dije por vez primera en público una frase que luego he visto repetir a otros convertida en un tópico colectivo. Que se me perdone la jactancia (ay, la vanidad) de reclamar la autoría de la frase, pero quizá sea la única ocasión en la que un pensamiento mío adquiera vida propia y pase a formar parte de los dichos anónimos de una sociedad. Y lo que dije fue: Cuando una mujer escribe una novela protagonizada por una mujer, todo el mundo considera que está hablando sobre mujeres; mientras que cuando un hombre escribe una novela protagonizada por un hombre, todo el mundo considera que está hablando del género humano.
No tengo ningún interés, absolutamente ninguno, en escribir sobre las mujeres. Quiero escribir sobre el género humano, pero da la casualidad de que el cincuenta y uno por ciento de la Humanidad es de sexo femenino; y, como yo pertenezco a ese grupo, la mayoría de mis protagonistas absolutos son mujeres, del mismo modo que los novelistas varones utilizan por lo general personajes principales masculinos. Y ya va siendo hora de que los lectores hombres se identifiquen con las protagonistas mujeres, de la misma manera que nosotras nos hemos identificado durante siglos con los protagonistas masculinos, que eran nuestros únicos modelos literarios; porque esa permeabilidad, esa flexibilidad de la mirada, nos hará a todos más sabios y más libres.
Pero tendré que remontarme hasta el principio, hasta el muy tedioso abecé del tema, y volver a contar una vez más las mismas obviedades. Para empezar por la primera: no, no existe una literatura de mujeres. Uno puede hacer la prueba de leerle a otra persona fragmentos de novelas, y estoy segura de que el oyente no atinará con el sexo de los autores más allá del mero acierto estadístico. Una novela es todo lo que el escritor es: sus sueños, sus lecturas, su edad, su lengua, su apariencia física, sus enfermedades, sus padres, su clase social, su trabajo... y también su género sexual, sin duda alguna. Pero eso, el sexo, no es más que un ingrediente entre muchos otros. Por ejemplo, en el mundo occidental de hoy el hecho de ser mujer o ser hombre impone menos diferencias de mirada que el hecho de provenir de un medio urbano o de un medio rural. Por lo tanto, ¿por qué se habla de literatura de mujeres y no de literatura de autores nacidos en el campo, o de literatura de autores con minusvalías físicas, pongamos por caso, que seguro que te dan una percepción de la realidad radicalmente distinta? Lo más probable es que yo tenga mucho más que ver con un autor español, varón, de mi misma edad y nacido en una gran ciudad, que con una escritora negra, sudafricana y de ochenta años que haya vivido el apartheid. Porque las cosas que nos separan son muchas más que las que nos unen.
Me considero feminista o, por mejor decir, antisexista, porque la palabra feminista tiene un contenido semántico equívoco: parece oponerse al machismo y sugerir, por tanto, una supremacía de la mujer sobre el hombre, cuando el grueso de las corrientes feministas no sólo no aspiran a eso, sino que reivindican justamente lo contrario: que nadie resulte supeditado a nadie en razón de su sexo, que el hecho de haber nacido hombres o mujeres no nos encierre en un estereotipo. Pero mi preferencia por el término antisexista no quiere decir que reniegue de la palabra feminista, que puede ser poco precisa, pero está llena de historia y resume siglos y siglos de esfuerzos de miles de mujeres y hombres que lucharon por cambiar una situación social aberrante. Hoy todos somos herederos de esta palabra: hizo que el mundo se moviera y me siento orgullosa de seguir utilizándola.
Ahora bien, el hecho de considerarte feminista no implica que tus novelas lo sean. Detesto la narrativa utilitaria y militante, las novelas feministas, ecologistas, pacifistas o cualquier otro ista que pensarse pueda, porque escribir para dar un mensaje traiciona la función primordial de la narrativa, su sentido esencial, que es el de la búsqueda del sentido. Se escribe, pues, para aprender, para saber; y una no puede emprender ese viaje de conocimiento llevando previamente las respuestas consigo. Más de un buen autor se ha echado a perder por su afán doctrinario; aunque a veces, en algunos casos especiales, se da la circunstancia de que el propio talento salva al escritor de la ceguera de sus prejuicios. Como le sucedió, por ejemplo, a Tolstoi, que era un hombre extremadamente retrógrado y machista. De hecho, se planteó escribir Ana Karenina a modo de ejemplo moral de cómo la modernidad destruía la sociedad tradicional rusa; pretendía explicar que el progreso era tan inmoral y disolvente que las mujeres ¡incluso cometían adulterio! La novela partió de este prejuicio arcaico, pero luego el poderoso don narrativo de Tolstoi, su daimon, sus brownies, le sacaron del encierro de su ideología y le hicieron rendirse a la verdad de las mentiras literarias. De ahí que en su novela terminara emergiendo lo contrario de lo que pretendía: la hipocresía social, la victimación de Ana, la injusticia del sexismo.
Por lo demás, ningún daimon parece estar dispuesto a salvar de sus prejuicios a los críticos, académicos, enciclopedistas y demás personajes de la cultura oficial. Quiero decir que, si bien en el mundo occidental la situación ha mejorado muchísimo, la cultura oficial sigue siendo machista. En los sim-pósiums suele seguirse citando a las escritoras como un capítulo aparte, un parrafito anejo a la conferencia principal («Y, en cuanto a la literatura de mujeres...»); apenas si aparecemos en las antologías, en los sesudos artículos universitarios, en los resúmenes de fin de año o década o siglo que suelen hacer de cuando en cuando los medios de comunicación. No estamos suficientemente representadas en las academias o en las enciclopedias, ni se nos suelen encargar las ponencias serias en los encuentros internacionales. Los críticos son a menudo tremendamente paternalistas y muestran una inquietante tendencia a confundir la vida de la escritora con su obra (cosa que no les pasa con los novelistas varones), a ver en todas las novelas de mujeres una literatura contemplativa y sin acción (aunque sea el thriller más trepidante) y, desde luego, como decíamos al principio, a pensar que aquello que escribe una mujer trata tan sólo de mujeres y es, por consiguiente, material humano y literario de segunda. Por fortuna también esa retrógrada cultura oficial se va feminizando; cada día hay más eruditas, críticas y profesoras universitarias, y eso está cambiando la situación; pero algunas de estas profesionales se empeñan en hacer reseñas, antologías y estudios literarios desaforadamente feministas, es decir, ideologizados hasta el dogmatismo y, desde mi punto de vista, casi tan sexistas y contraproducentes como el prejuicio machista. Aunque parten desde la orilla contraria, también ellas piensan que lo que escribe una mujer trata tan sólo de mujeres.
Recordemos que las mujeres vivíamos en un vertiginoso abismo de desigualdad hasta hace muy poco. No se nos dejó ni siquiera estudiar en la universidad hasta bien entrado el siglo XX; no se nos ha dejado votar hasta hace unos setenta años (en Francia, en 1944, por ejemplo); durante muchísimo tiempo, en fin, no podíamos trabajar, ni viajar solas, ni tener autonomía legal. Venimos del infierno, de un horror muy cercano que parece habérsenos olvidado; y estoy hablando tan sólo del mundo occidental, que es el que ha evolucionado; en las dos terceras partes del planeta, la mujer sigue siendo un ser carente de derechos.
Con semejante panorama es natural que hubiera muy pocas escritoras. Ya se sabe que, según las modernas teorías, es bastante probable que muchas de las obras anónimas sean el producto literario de una mujer, que no podía dar a conocer su autoría; por otra parte, un buen número de escritoras se ampararon en seudónimos masculinos para poder trabajar y publicar. Como George Eliot, o George Sand, o nuestra Fernán Caballero, o la misma Isak Dinesen; o usaron el nombre de sus maridos, convirtiéndose así en sus sufridas negras literarias, como en el caso de los primeros libros de Colette, firmados por Willy, o toda la obra de nuestra María Lejárraga, publicada bajo el nombre de Martínez Sierra, el inútil cónyuge, que se hizo pasar durante todo el siglo XX (la superchería se ha descubierto hace muy poco) por un autor teatral de gran éxito. Siendo como eran excepcionales en su entorno, la mayoría de ellas intentaban escribir como hombrecitos. En sus obras medio periodísticas, George Sand, por ejemplo, llegaba a hablar de sí misma como si fuera varón, en una especie de travestismo narrativo, porque no había modelos expresivos femeninos que pudiera utilizar. Si se hubiera puesto a sí misma como mujer, el texto hubiera resultado demasiado chirriante, demasiado chocante para los lectores, se hubiera salido de la convención narrativa del momento. Esto es importante: durante muchos años, al no tener modelos literarios, culturales y artísticos femeninos, la mujer creadora tendió a mimetizar la mirada masculina.
Esa mirada, por otra parte, es también la nuestra en gran medida. Es evidente que mujeres y hombres de una misma época y una misma cultura compartimos infinidad de cosas, que tenemos mitos y fantasmas comunes. Sin embargo, las mujeres poseemos un pequeño núcleo de vivencias específicas por el hecho de ser mujeres, de la misma manera que los hombres poseen su rincón especial. Por ejemplo: los varones se han pasado milenios construyendo literariamente unos modelos de mujer que en realidad no se corresponden con cómo somos nosotras, sino con cómo nos ven ellos, a través de las diversas fantasías de su subconsciente: la mujer como peligro (la vampiresa que chupa la energía y la vida del hombre), la mujer tierra-maga-madre, la mujer niña-guapa-tonta estilo Marilyn... No hay nada que objetar a todo esto, porque esos prototipos existen de verdad dentro de la cabeza de los hombres y sacarlos a la luz enriquece la descripción del mundo y el entendimiento de lo que todos somos.
Pues bien, ahora a las mujeres nos toca hacer lo propio. Entre todas estamos también sacando al exterior nuestras imágenes míticas de los hombres. Ellos nos ven así, pero nosotras, ¿cómo les vemos en nuestro subconsciente? ¿Y qué forma artística se les puede dar a esos sentimientos? Y éste no es el único tema específicamente femenino. Citaré otro asunto que está emergiendo ahora de las profundidades de la mente de las mujeres: ¿cómo nos sentimos de verdad, en lo más hondo, frente a la maternidad y la no maternidad? ¿Qué mitos, qué sueños y qué miedos se ocultan ahí, y cómo podemos expresarlos? Sólo un ejemplo más: la menstruación. Resulta que las mujeres sangramos de modo aparatoso y a veces con dolor todos los meses, y resulta que esa función corporal, tan espectacular y vociferante, está directamente relacionada con la vida y con la muerte, con el paso del tiempo, con el misterio más impenetrable de la existencia. Pero esa realidad cotidiana, tan cargada de ingredientes simbólicos (por eso los pueblos llamados primitivos suelen rodear la menstruación de complejísimos ritos), es sin embargo silenciada y olímpicamente ignorada en nuestra cultura. Si los hombres tuvieran el mes, la literatura universal estaría llena de metáforas de la sangre. Pues bien, son esas metáforas las que las escritoras tenemos que crear y poner en circulación en el torrente general de la literatura. Ahora que, por primera vez en la historia, puede haber tantas escritoras como escritores; ahora que ya no somos excepciones, ahora que nuestra participación en la vida literaria se ha normalizado, disponemos de una total libertad creativa para nombrar el mundo. Y hay unas pequeñas zonas de la realidad que sólo nosotras podemos nombrar.
Y lo estamos haciendo. Es un proceso natural, acumulativo, automático. Todos los escritores intentamos definir, describir, ordenar con palabras nuestro espacio; y a medida que el entorno en el que vives cambia, el relato difiere. Por ejemplo, para poder construir por primera vez un arquetipo cultural de lo que es la vida en alta mar, de lo que es perderse en el océano y luchar contra la enormidad y las inclemencias, tienes que haberlo conocido. Melville fue marinero; se enroló en un par de barcos balleneros, uno de ellos tan atroz que desertó. Por eso supo contarlo. Por eso pudo inventarse a Moby Dick. Ahora bien: cuando generaciones y generaciones de escritores han conseguido dar forma pública y literaria a un tema, cuando lo han logrado convertir en un mito expresivo, esa realidad ya pasa a ser material común de todos los humanos. Porque leer es una forma de vivir. Quiero decir que yo, que detesto embarcarme, que nunca he estado en alta mar y me mareo incluso en el vaporetto de Venecia, podría sin embargo escribir una narración que incluyera ingredientes marinos, porque conozco lo que es eso gracias a mis lecturas; y no hablo de la jerga técnica, de saber qué es un obenque o dónde está la jarcia mayor, sino de lo profundo, del sentimiento que lo oceánico despierta en el corazón de los humanos. De la misma manera, a medida que las mujeres novelistas vayamos completando esa descripción de un mundo que antes sólo existía en nuestro interior, lo iremos convirtiendo en patrimonio de todos; y los varones también podrán utilizar las metáforas sangrientas como si fueran suyas, o intentarán adaptarse a nuestros modelos de hombre, como muchas mujeres intentan parecerse a los modelos de mujer que ellos han inventado. Así de poderosa es la imaginación.
En cuanto a la otra pregunta repetitiva y tediosa, «¿qué prefieres ser, periodista o escritora?», debo decir que, de entrada, está mal planteada. Hay muchos tipos de periodismo: de dirección y de edición, de televisión, de radio... Y ésos son trabajos muy distintos a lo que yo hago. El periodismo al que me dedico, que es el escrito, de plumilla, de articulista y reportera, es un género literario como cualquier otro, equiparable a la poesía, a la ficción, al drama, al ensayo. Y puede alcanzar cotas de excelencia literaria tan altas como un libro de poemas o una novela, como lo demuestra A sangre fría, de Truman Capote, esa obra monumental que en realidad no es ni más ni menos que un reportaje. Por otra parte, es muy raro el escritor que cultiva un solo género; lo habitual es que se sea, por ejemplo, poeta y ensayista, narrador y dramaturgo... Yo me considero una escritora que cultiva la ficción, el ensayo y el periodismo. No sé por qué parece sorprender a la gente que compagines periodismo y narrativa, cuando es algo de lo más común. Si repasamos la lista de los escritores de los dos últimos siglos, por lo menos la mitad, y probablemente más, han sido periodistas. Y no me refiero ya a Hemingway y García Márquez, que son los nombres tópicos que siempre se citan, sino a Balzac, George Eliot, Osear Wilde, Dostoievski, Graham Greene, Dumas, Rudyard Kipling, Clarín, Mark Twain, Italo Cal-vino, Goethe, Naipaul y muchísimos más, tantos que no acabaríamos nunca de nombrarlos.
De hecho esta pregunta sólo puede haber sido formulada en el siglo XX, más aún, en la segunda mitad del siglo XX, porque antes las fronteras entre lo periodístico y lo narrativo eran sumamente borrosas. Los escritores realistas y naturalistas del siglo XIX documentaban sus novelas con la misma meticulosidad que el periodista de hoy se documenta para un reportaje. Dickens se presentó en varios internados ingleses, haciéndose pasar por el tutor de un posible pupilo, para enterarse de las condiciones de vida de esas instituciones y poder describirlas en Nicholas Nickleby; y Zola se hizo un viaje a Lourdes en el sórdido tren de enfermos (y tomó notas de todo, desde el nombre y los síntomas de las enfermedades hasta la rutina ferroviaria de la peregrinación) y lo describió punto por punto en una novela. En aquella época, la gente leía los libros de ficción como quien lee un periódico, convencida de que estaban llenos de verdades literales, o sea, de ese tipo de verdades que podrían ser autentificadas por un notario. Fue la llegada de la sociedad de la información y de la imagen, fue la irrupción de la fotografía, el cine, los documentales y sobre todo la televisión, lo que cambió el sentido de lo narrativo y estableció unas fronteras más o menos precisas entre el periodismo y la ficción, convirtiéndolos en dos géneros literarios diferenciados.
Todos los géneros poseen sus normas y, en principio, habría que atenerse a esas reglas para hacerlos bien. No puedes escribir una obra de teatro como si fuera un ensayo, porque probablemente sería aburridísima; y no debes escribir un ensayo como si fuera poesía, porque es muy posible que le falte rigor. Del mismo modo, no puedes escribir una novela como si fuera periodismo, o harás una mala novela, ni periodismo como si fuera ficción, porque harás mal periodismo. Luego, claro, todos estos límites pueden ser ignorados y traspasados cientos de veces, porque además hoy la literatura está viviendo un tiempo especialmente mestizo en el que predomina la confusión de géneros: este mismo libro que estoy escribiendo es un ejemplo de ello. Pero para poder romper los moldes hay que conocerlos previamente, de la misma manera que, para poder hacer cubismo, antes había que saber pintar de modo convencional (Picasso dixit).Y así, hay que tener muy claro que el periodismo y la narrativa son géneros muy distintos e incluso antitéticos. Por ejemplo, en periodismo la claridad es un valor: cuanto menos confusa y menos equívoca sea una pieza periodística, mejor será. Y en novela, en cambio, lo que vale es la ambigüedad. Quizá podríamos decir, para resumir la diferencia fundamental, que en periodismo hablas de lo que sabes y en narrativa de lo que no sabes que sabes. Personalmente, en fin, yo me siento sobre todo novelista. Empecé escribiendo ficciones, unos cuentos horrorosos de ratitas que hablaban, a los cinco años de edad; y, si me hice periodista, fue por tener una profesión que no se alejara demasiado de mi pasión de narradora. Puedo imaginarme fácilmente sin ser periodista, pero no me concibo sin las novelas. Si se me acabara ese tumulto de ensueños narrativos, ¿cómo me las iba a arreglar para seguir levantándome de la cama todos los días?
Llevo treinta años haciendo entrevistas a los demás, como periodista, y veinticinco años siendo entrevistada como escritora. En este tiempo ha habido dos preguntas que me han planteado hasta la saciedad, hasta la desesperación, hasta la ira. No exagero: quizá me las hayan formulado unas mil veces, en toda Latinoamérica, en Estados Unidos, en España y en el resto de Europa; en los medios de comunicación o durante los coloquios de los actos públicos. Por eso, cada vez que alguien vuelve a plantearme una de esas cuestiones, veo rojo y me entran unas atrabiliarias ganas de rugir y bufar. Esas dos fatídicas preguntas son: ¿Existe una literatura de mujeres? y ¿Qué prefieres ser, periodista o escritora? Y supongo que, dada la pertinaz curiosidad que estos temas suscitan, debo hacer un esfuerzo y volver a contestarlos en este libro.
En el transcurso de un simpósium internacional sobre la literatura de mujeres, celebrado en la Universidad de Lima en 1999, dije por vez primera en público una frase que luego he visto repetir a otros convertida en un tópico colectivo. Que se me perdone la jactancia (ay, la vanidad) de reclamar la autoría de la frase, pero quizá sea la única ocasión en la que un pensamiento mío adquiera vida propia y pase a formar parte de los dichos anónimos de una sociedad. Y lo que dije fue: Cuando una mujer escribe una novela protagonizada por una mujer, todo el mundo considera que está hablando sobre mujeres; mientras que cuando un hombre escribe una novela protagonizada por un hombre, todo el mundo considera que está hablando del género humano.
No tengo ningún interés, absolutamente ninguno, en escribir sobre las mujeres. Quiero escribir sobre el género humano, pero da la casualidad de que el cincuenta y uno por ciento de la Humanidad es de sexo femenino; y, como yo pertenezco a ese grupo, la mayoría de mis protagonistas absolutos son mujeres, del mismo modo que los novelistas varones utilizan por lo general personajes principales masculinos. Y ya va siendo hora de que los lectores hombres se identifiquen con las protagonistas mujeres, de la misma manera que nosotras nos hemos identificado durante siglos con los protagonistas masculinos, que eran nuestros únicos modelos literarios; porque esa permeabilidad, esa flexibilidad de la mirada, nos hará a todos más sabios y más libres.
Pero tendré que remontarme hasta el principio, hasta el muy tedioso abecé del tema, y volver a contar una vez más las mismas obviedades. Para empezar por la primera: no, no existe una literatura de mujeres. Uno puede hacer la prueba de leerle a otra persona fragmentos de novelas, y estoy segura de que el oyente no atinará con el sexo de los autores más allá del mero acierto estadístico. Una novela es todo lo que el escritor es: sus sueños, sus lecturas, su edad, su lengua, su apariencia física, sus enfermedades, sus padres, su clase social, su trabajo... y también su género sexual, sin duda alguna. Pero eso, el sexo, no es más que un ingrediente entre muchos otros. Por ejemplo, en el mundo occidental de hoy el hecho de ser mujer o ser hombre impone menos diferencias de mirada que el hecho de provenir de un medio urbano o de un medio rural. Por lo tanto, ¿por qué se habla de literatura de mujeres y no de literatura de autores nacidos en el campo, o de literatura de autores con minusvalías físicas, pongamos por caso, que seguro que te dan una percepción de la realidad radicalmente distinta? Lo más probable es que yo tenga mucho más que ver con un autor español, varón, de mi misma edad y nacido en una gran ciudad, que con una escritora negra, sudafricana y de ochenta años que haya vivido el apartheid. Porque las cosas que nos separan son muchas más que las que nos unen.
Me considero feminista o, por mejor decir, antisexista, porque la palabra feminista tiene un contenido semántico equívoco: parece oponerse al machismo y sugerir, por tanto, una supremacía de la mujer sobre el hombre, cuando el grueso de las corrientes feministas no sólo no aspiran a eso, sino que reivindican justamente lo contrario: que nadie resulte supeditado a nadie en razón de su sexo, que el hecho de haber nacido hombres o mujeres no nos encierre en un estereotipo. Pero mi preferencia por el término antisexista no quiere decir que reniegue de la palabra feminista, que puede ser poco precisa, pero está llena de historia y resume siglos y siglos de esfuerzos de miles de mujeres y hombres que lucharon por cambiar una situación social aberrante. Hoy todos somos herederos de esta palabra: hizo que el mundo se moviera y me siento orgullosa de seguir utilizándola.
Ahora bien, el hecho de considerarte feminista no implica que tus novelas lo sean. Detesto la narrativa utilitaria y militante, las novelas feministas, ecologistas, pacifistas o cualquier otro ista que pensarse pueda, porque escribir para dar un mensaje traiciona la función primordial de la narrativa, su sentido esencial, que es el de la búsqueda del sentido. Se escribe, pues, para aprender, para saber; y una no puede emprender ese viaje de conocimiento llevando previamente las respuestas consigo. Más de un buen autor se ha echado a perder por su afán doctrinario; aunque a veces, en algunos casos especiales, se da la circunstancia de que el propio talento salva al escritor de la ceguera de sus prejuicios. Como le sucedió, por ejemplo, a Tolstoi, que era un hombre extremadamente retrógrado y machista. De hecho, se planteó escribir Ana Karenina a modo de ejemplo moral de cómo la modernidad destruía la sociedad tradicional rusa; pretendía explicar que el progreso era tan inmoral y disolvente que las mujeres ¡incluso cometían adulterio! La novela partió de este prejuicio arcaico, pero luego el poderoso don narrativo de Tolstoi, su daimon, sus brownies, le sacaron del encierro de su ideología y le hicieron rendirse a la verdad de las mentiras literarias. De ahí que en su novela terminara emergiendo lo contrario de lo que pretendía: la hipocresía social, la victimación de Ana, la injusticia del sexismo.
Por lo demás, ningún daimon parece estar dispuesto a salvar de sus prejuicios a los críticos, académicos, enciclopedistas y demás personajes de la cultura oficial. Quiero decir que, si bien en el mundo occidental la situación ha mejorado muchísimo, la cultura oficial sigue siendo machista. En los sim-pósiums suele seguirse citando a las escritoras como un capítulo aparte, un parrafito anejo a la conferencia principal («Y, en cuanto a la literatura de mujeres...»); apenas si aparecemos en las antologías, en los sesudos artículos universitarios, en los resúmenes de fin de año o década o siglo que suelen hacer de cuando en cuando los medios de comunicación. No estamos suficientemente representadas en las academias o en las enciclopedias, ni se nos suelen encargar las ponencias serias en los encuentros internacionales. Los críticos son a menudo tremendamente paternalistas y muestran una inquietante tendencia a confundir la vida de la escritora con su obra (cosa que no les pasa con los novelistas varones), a ver en todas las novelas de mujeres una literatura contemplativa y sin acción (aunque sea el thriller más trepidante) y, desde luego, como decíamos al principio, a pensar que aquello que escribe una mujer trata tan sólo de mujeres y es, por consiguiente, material humano y literario de segunda. Por fortuna también esa retrógrada cultura oficial se va feminizando; cada día hay más eruditas, críticas y profesoras universitarias, y eso está cambiando la situación; pero algunas de estas profesionales se empeñan en hacer reseñas, antologías y estudios literarios desaforadamente feministas, es decir, ideologizados hasta el dogmatismo y, desde mi punto de vista, casi tan sexistas y contraproducentes como el prejuicio machista. Aunque parten desde la orilla contraria, también ellas piensan que lo que escribe una mujer trata tan sólo de mujeres.
Recordemos que las mujeres vivíamos en un vertiginoso abismo de desigualdad hasta hace muy poco. No se nos dejó ni siquiera estudiar en la universidad hasta bien entrado el siglo XX; no se nos ha dejado votar hasta hace unos setenta años (en Francia, en 1944, por ejemplo); durante muchísimo tiempo, en fin, no podíamos trabajar, ni viajar solas, ni tener autonomía legal. Venimos del infierno, de un horror muy cercano que parece habérsenos olvidado; y estoy hablando tan sólo del mundo occidental, que es el que ha evolucionado; en las dos terceras partes del planeta, la mujer sigue siendo un ser carente de derechos.
Con semejante panorama es natural que hubiera muy pocas escritoras. Ya se sabe que, según las modernas teorías, es bastante probable que muchas de las obras anónimas sean el producto literario de una mujer, que no podía dar a conocer su autoría; por otra parte, un buen número de escritoras se ampararon en seudónimos masculinos para poder trabajar y publicar. Como George Eliot, o George Sand, o nuestra Fernán Caballero, o la misma Isak Dinesen; o usaron el nombre de sus maridos, convirtiéndose así en sus sufridas negras literarias, como en el caso de los primeros libros de Colette, firmados por Willy, o toda la obra de nuestra María Lejárraga, publicada bajo el nombre de Martínez Sierra, el inútil cónyuge, que se hizo pasar durante todo el siglo XX (la superchería se ha descubierto hace muy poco) por un autor teatral de gran éxito. Siendo como eran excepcionales en su entorno, la mayoría de ellas intentaban escribir como hombrecitos. En sus obras medio periodísticas, George Sand, por ejemplo, llegaba a hablar de sí misma como si fuera varón, en una especie de travestismo narrativo, porque no había modelos expresivos femeninos que pudiera utilizar. Si se hubiera puesto a sí misma como mujer, el texto hubiera resultado demasiado chirriante, demasiado chocante para los lectores, se hubiera salido de la convención narrativa del momento. Esto es importante: durante muchos años, al no tener modelos literarios, culturales y artísticos femeninos, la mujer creadora tendió a mimetizar la mirada masculina.
Esa mirada, por otra parte, es también la nuestra en gran medida. Es evidente que mujeres y hombres de una misma época y una misma cultura compartimos infinidad de cosas, que tenemos mitos y fantasmas comunes. Sin embargo, las mujeres poseemos un pequeño núcleo de vivencias específicas por el hecho de ser mujeres, de la misma manera que los hombres poseen su rincón especial. Por ejemplo: los varones se han pasado milenios construyendo literariamente unos modelos de mujer que en realidad no se corresponden con cómo somos nosotras, sino con cómo nos ven ellos, a través de las diversas fantasías de su subconsciente: la mujer como peligro (la vampiresa que chupa la energía y la vida del hombre), la mujer tierra-maga-madre, la mujer niña-guapa-tonta estilo Marilyn... No hay nada que objetar a todo esto, porque esos prototipos existen de verdad dentro de la cabeza de los hombres y sacarlos a la luz enriquece la descripción del mundo y el entendimiento de lo que todos somos.
Pues bien, ahora a las mujeres nos toca hacer lo propio. Entre todas estamos también sacando al exterior nuestras imágenes míticas de los hombres. Ellos nos ven así, pero nosotras, ¿cómo les vemos en nuestro subconsciente? ¿Y qué forma artística se les puede dar a esos sentimientos? Y éste no es el único tema específicamente femenino. Citaré otro asunto que está emergiendo ahora de las profundidades de la mente de las mujeres: ¿cómo nos sentimos de verdad, en lo más hondo, frente a la maternidad y la no maternidad? ¿Qué mitos, qué sueños y qué miedos se ocultan ahí, y cómo podemos expresarlos? Sólo un ejemplo más: la menstruación. Resulta que las mujeres sangramos de modo aparatoso y a veces con dolor todos los meses, y resulta que esa función corporal, tan espectacular y vociferante, está directamente relacionada con la vida y con la muerte, con el paso del tiempo, con el misterio más impenetrable de la existencia. Pero esa realidad cotidiana, tan cargada de ingredientes simbólicos (por eso los pueblos llamados primitivos suelen rodear la menstruación de complejísimos ritos), es sin embargo silenciada y olímpicamente ignorada en nuestra cultura. Si los hombres tuvieran el mes, la literatura universal estaría llena de metáforas de la sangre. Pues bien, son esas metáforas las que las escritoras tenemos que crear y poner en circulación en el torrente general de la literatura. Ahora que, por primera vez en la historia, puede haber tantas escritoras como escritores; ahora que ya no somos excepciones, ahora que nuestra participación en la vida literaria se ha normalizado, disponemos de una total libertad creativa para nombrar el mundo. Y hay unas pequeñas zonas de la realidad que sólo nosotras podemos nombrar.
Y lo estamos haciendo. Es un proceso natural, acumulativo, automático. Todos los escritores intentamos definir, describir, ordenar con palabras nuestro espacio; y a medida que el entorno en el que vives cambia, el relato difiere. Por ejemplo, para poder construir por primera vez un arquetipo cultural de lo que es la vida en alta mar, de lo que es perderse en el océano y luchar contra la enormidad y las inclemencias, tienes que haberlo conocido. Melville fue marinero; se enroló en un par de barcos balleneros, uno de ellos tan atroz que desertó. Por eso supo contarlo. Por eso pudo inventarse a Moby Dick. Ahora bien: cuando generaciones y generaciones de escritores han conseguido dar forma pública y literaria a un tema, cuando lo han logrado convertir en un mito expresivo, esa realidad ya pasa a ser material común de todos los humanos. Porque leer es una forma de vivir. Quiero decir que yo, que detesto embarcarme, que nunca he estado en alta mar y me mareo incluso en el vaporetto de Venecia, podría sin embargo escribir una narración que incluyera ingredientes marinos, porque conozco lo que es eso gracias a mis lecturas; y no hablo de la jerga técnica, de saber qué es un obenque o dónde está la jarcia mayor, sino de lo profundo, del sentimiento que lo oceánico despierta en el corazón de los humanos. De la misma manera, a medida que las mujeres novelistas vayamos completando esa descripción de un mundo que antes sólo existía en nuestro interior, lo iremos convirtiendo en patrimonio de todos; y los varones también podrán utilizar las metáforas sangrientas como si fueran suyas, o intentarán adaptarse a nuestros modelos de hombre, como muchas mujeres intentan parecerse a los modelos de mujer que ellos han inventado. Así de poderosa es la imaginación.
En cuanto a la otra pregunta repetitiva y tediosa, «¿qué prefieres ser, periodista o escritora?», debo decir que, de entrada, está mal planteada. Hay muchos tipos de periodismo: de dirección y de edición, de televisión, de radio... Y ésos son trabajos muy distintos a lo que yo hago. El periodismo al que me dedico, que es el escrito, de plumilla, de articulista y reportera, es un género literario como cualquier otro, equiparable a la poesía, a la ficción, al drama, al ensayo. Y puede alcanzar cotas de excelencia literaria tan altas como un libro de poemas o una novela, como lo demuestra A sangre fría, de Truman Capote, esa obra monumental que en realidad no es ni más ni menos que un reportaje. Por otra parte, es muy raro el escritor que cultiva un solo género; lo habitual es que se sea, por ejemplo, poeta y ensayista, narrador y dramaturgo... Yo me considero una escritora que cultiva la ficción, el ensayo y el periodismo. No sé por qué parece sorprender a la gente que compagines periodismo y narrativa, cuando es algo de lo más común. Si repasamos la lista de los escritores de los dos últimos siglos, por lo menos la mitad, y probablemente más, han sido periodistas. Y no me refiero ya a Hemingway y García Márquez, que son los nombres tópicos que siempre se citan, sino a Balzac, George Eliot, Osear Wilde, Dostoievski, Graham Greene, Dumas, Rudyard Kipling, Clarín, Mark Twain, Italo Cal-vino, Goethe, Naipaul y muchísimos más, tantos que no acabaríamos nunca de nombrarlos.
De hecho esta pregunta sólo puede haber sido formulada en el siglo XX, más aún, en la segunda mitad del siglo XX, porque antes las fronteras entre lo periodístico y lo narrativo eran sumamente borrosas. Los escritores realistas y naturalistas del siglo XIX documentaban sus novelas con la misma meticulosidad que el periodista de hoy se documenta para un reportaje. Dickens se presentó en varios internados ingleses, haciéndose pasar por el tutor de un posible pupilo, para enterarse de las condiciones de vida de esas instituciones y poder describirlas en Nicholas Nickleby; y Zola se hizo un viaje a Lourdes en el sórdido tren de enfermos (y tomó notas de todo, desde el nombre y los síntomas de las enfermedades hasta la rutina ferroviaria de la peregrinación) y lo describió punto por punto en una novela. En aquella época, la gente leía los libros de ficción como quien lee un periódico, convencida de que estaban llenos de verdades literales, o sea, de ese tipo de verdades que podrían ser autentificadas por un notario. Fue la llegada de la sociedad de la información y de la imagen, fue la irrupción de la fotografía, el cine, los documentales y sobre todo la televisión, lo que cambió el sentido de lo narrativo y estableció unas fronteras más o menos precisas entre el periodismo y la ficción, convirtiéndolos en dos géneros literarios diferenciados.
Todos los géneros poseen sus normas y, en principio, habría que atenerse a esas reglas para hacerlos bien. No puedes escribir una obra de teatro como si fuera un ensayo, porque probablemente sería aburridísima; y no debes escribir un ensayo como si fuera poesía, porque es muy posible que le falte rigor. Del mismo modo, no puedes escribir una novela como si fuera periodismo, o harás una mala novela, ni periodismo como si fuera ficción, porque harás mal periodismo. Luego, claro, todos estos límites pueden ser ignorados y traspasados cientos de veces, porque además hoy la literatura está viviendo un tiempo especialmente mestizo en el que predomina la confusión de géneros: este mismo libro que estoy escribiendo es un ejemplo de ello. Pero para poder romper los moldes hay que conocerlos previamente, de la misma manera que, para poder hacer cubismo, antes había que saber pintar de modo convencional (Picasso dixit).Y así, hay que tener muy claro que el periodismo y la narrativa son géneros muy distintos e incluso antitéticos. Por ejemplo, en periodismo la claridad es un valor: cuanto menos confusa y menos equívoca sea una pieza periodística, mejor será. Y en novela, en cambio, lo que vale es la ambigüedad. Quizá podríamos decir, para resumir la diferencia fundamental, que en periodismo hablas de lo que sabes y en narrativa de lo que no sabes que sabes. Personalmente, en fin, yo me siento sobre todo novelista. Empecé escribiendo ficciones, unos cuentos horrorosos de ratitas que hablaban, a los cinco años de edad; y, si me hice periodista, fue por tener una profesión que no se alejara demasiado de mi pasión de narradora. Puedo imaginarme fácilmente sin ser periodista, pero no me concibo sin las novelas. Si se me acabara ese tumulto de ensueños narrativos, ¿cómo me las iba a arreglar para seguir levantándome de la cama todos los días?
jueves, 27 de septiembre de 2007
La loca de la casa - Capitulo 1
de Rosa Montero
Me he acostumbrado a ordenar los recuerdos de mi vida con un cómputo de novios y de libros. Las diversas parejas que he tenido y las obras que he publicado son los mojones que marcan mi memoria, convirtiendo el informe barullo del tiempo en algo organizado. «Ah, aquel viaje a Japón debió de ser en la época en la que estaba con J., poco después de escribir Te trataré como a una reina», me digo, e inmediatamente las reminiscencias de aquel periodo, las desgastadas pizcas del pasado, parecen colocarse en su lugar. Todos los humanos recurrimos a trucos semejantes; sé de personas que cuentan sus vidas por las casas en las que han residido, o por los hijos, o por los empleos, e incluso por los coches. Puede que esa obsesión que algunos muestran por cambiar de automóvil cada año no sea más que una estrategia desesperada para tener algo que recordar.
Mi primer libro, un horrible volumen de entrevistas plagado de erratas, salió cuando yo tenía veinticinco años; mi primer amor lo suficientemente contundente como para marcar época debió de ser en torno a los veinte años. Esto quiere decir que la adolescencia y la infancia se hunden en el magma amorfo y movedizo del tiempo sin tiempo, en una turbulenta confusión de escenas sin datar. En ocasiones, leyendo las autobiografías de algunos escritores, me pasma la cristalina claridad con que recuerdan sus infancias hasta en el más mínimo detalle. Sobre todo los rusos, tan rememorativos de una niñez luminosa que siempre parece la misma, llena de samovares que destellan en la plácida penumbra de los salones y de espléndidos jardines de susurrantes hojas bajo el quieto sol de los veranos. Son tan iguales estas paradisíacas infancias rusas que una no puede menos que suponerlas una mera recreación, un mito, un invento.
Cosa que sucede con todas las infancias, por otra parte. Siempre he pensado que la narrativa es el arte primordial de los humanos. Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos. Lo que hoy relatamos de nuestra infancia no tiene nada que ver con lo que relataremos dentro de veinte años. Y lo que uno recuerda de la historia común familiar suele ser completamente distinto de lo que recuerdan los hermanos. A veces intercambio unas cuantas escenas del pasado con mi hermana Martina, como quien cambia cromos: y el hogar infantil que dibujamos una y otra apenas si tiene puntos en común. Sus padres se llamaban como los míos y habitaban en una calle con idéntico nombre, pero eran indudablemente otras personas.
De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía. Por consiguiente, podríamos deducir que los humanos somos, por encima de todo, novelistas, autores de una única novela cuya escritura nos lleva toda la existencia y en la que nos reservamos el papel protagonista. Es una escritura, eso sí, sin texto físico, pero cualquier narrador profesional sabe que se escribe, sobre todo, dentro de la cabeza. Es un runrún creativo que te acompaña mientras conduces, cuando paseas al perro, mientras estás en la cama intentando dormir. Uno escribe todo el rato.
Llevo bastantes años tomando notas en diversos cuadernitos con la idea de hacer un libro de ensayo en torno al oficio de escribir. Lo cual es una especie de manía obsesiva para los novelistas profesionales: si no fallecen prematuramente, todos ellos padecen antes o después la imperiosa urgencia de escribir sobre la escritura, desde Henry James a Vargas Llosa pasando por Stephen Vizinczey, Montserrat Roig o Vila-Matas, por citar algunos de los libros que más me han gustado. Yo también he sentido la furiosa llamada de esa pulsión o ese vicio, y ya digo que llevaba mucho tiempo apuntando ideas cuando poco a poco fui advirtiendo que no podía hablar de la literatura sin hablar de la vida; de la imaginación sin hablar de los sueños cotidianos; de la invención narrativa sin tener en cuenta que la primera mentira es lo real. Y así, el proyecto del libro se fue haciendo cada vez más impreciso y más confuso, cosa por otra parte natural, al irse entremezclando con la existencia.
La conmovedora y trágica Carson McCullers, autora de El corazón es un cazador solitario, escribió en sus diarios: «Mi vida ha seguido la pauta que siempre ha seguido: trabajo y amor». Me parece que también ella debía de contabilizar los días en libros y amantes, una coincidencia que no me extraña nada, porque la pasión amorosa y el oficio literario tienen muchos puntos en común. De hecho, escribir novelas es lo más parecido que he encontrado a enamorarme (o más bien lo único parecido), con la apreciable ventaja de que en la escritura no necesitas la colaboración de otra persona. Por ejemplo: cuando estás sumido en una pasión, vives obsesionado por la persona amada, hasta el punto de que todo el día estás pensando en ella; te lavas los dientes y ves flotar su rostro en el espejo, vas conduciendo y te confundes de calle porque estás obnubilado con su recuerdo, intentas dormirte por las noches y en vez de deslizarte hacia el interior del sueño caes en los brazos imaginarios de tu amante. Pues bien, mientras escribes una novela vives en el mismo estado de deliciosa enajenación: todo tu pensamiento se encuentra ocupado por la obra y en cuanto dispones de un minuto te zambulles mentalmente en ella. También te equivocas de esquina cuando conduces, porque, como el enamorado, tienes el alma entregada y en otra parte.
Otro paralelismo: cuando amas apasionadamente tienes la sensación de que, al instante siguiente, vas a conseguir compenetrarte hasta tal punto con el amado que os convertiréis en uno solo; es decir, intuyes que está a tu alcance el éxtasis de la unión total, la belleza absoluta del amor verdadero. Y cuando estás escribiendo una novela presientes que, si te esfuerzas y estiras los dedos, vas a poder rozar el éxtasis de la obra perfecta, la belleza absoluta de la página más auténtica que jamás se ha escrito. Ni que decir tiene que esa culminación nunca se alcanza, ni en el amor ni en la narrativa; pero ambas situaciones comparten la formidable expectativa de sentirte en vísperas de un prodigio.
Y por último, pero es en realidad lo más importante, cuando te enamoras locamente, en los primeros momentos de la pasión, estás tan lleno de vida que la muerte no existe. Al amar eres eterno. Del mismo modo, cuando te encuentras escribiendo una novela, en los momentos de gracia de la creación del libro, te sientes tan impregnado por la vida de esas criaturas imaginarias que para ti no existe el tiempo, ni la decadencia, ni tu propia mortalidad. También eres eterno mientras inventas historias. Uno escribe siempre contra la muerte.
De hecho, me parece que los narradores somos personas más obsesionadas por la muerte que la mayoría; creo que percibimos el paso del tiempo con especial sensibilidad o virulencia, como si los segundos nos tictaquearan de manera ensordecedora en las orejas. A lo largo de los años he ido descubriendo, por medio de la lectura de biografías y por conversaciones con otros autores, que un elevado número de novelistas han tenido una experiencia muy temprana de decadencia. Pongamos que a los seis, o diez, o doce años, han visto cómo el mundo de su infancia se desbarataba y desaparecía para siempre de una manera violenta. Esa violencia puede ser exterior y objetivable: un progenitor que muere, una guerra, una ruina. Otras veces es una brutalidad subjetiva que sólo perciben los propios narradores y de la que no están muy dispuestos a hablar; por eso, el hecho de que en la biografía de un novelista no haya constancia de esa catástrofe privada no quiere decir que no haya existido (yo también tengo mi duelo personal: y tampoco lo cuento).
Y así, los casos de los que se tienen datos objetivos suelen ser historias más o menos aparatosas. Vladimir Nabokov lo perdió todo con la Revolución Rusa: su país, su dinero, su mundo, su lengua, incluso a su padre, que fue asesinado. Simone de Beauvoir nació siendo una niña rica y heredera de una estirpe de banqueros, pero poco después la familia quebró y se fueron a malvivir pobremente en un cuchitril. Vargas Llosa perdió su lugar de príncipe de la casa cuando el padre, al que él creía muerto, regresó a imponer su violenta y represiva autoridad. Joseph Conrad, hijo de un noble polaco revolucionario y nacionalista, fue deportado a los seis años con su familia a un pueblecito mísero del norte de Rusia, en condiciones tan duras que la madre, enferma de tuberculosis, murió a los pocos meses; Conrad siguió viviendo en el destierro con el padre, que también estaba tuberculoso y además muy desesperado («más que un hombre enfermo era un hombre vencido», escribió el novelista en sus memorias); al cabo el padre falleció, con lo que Conrad, que para entonces contaba tan sólo once años, cerró el círculo de fuego del sufrimiento y de la pérdida. Quiero creer que aquel dolor enorme por lo menos contribuyó a crear a un escritor inmenso.
Podría citar a muchísimos más, pero nombraré tan sólo a Rudyard Kipling, que disfrutó de una edénica infancia en la India (tan idealizada como la niñez de los escritores rusos, pero con sirvientes enturbantados en vez de bondadosos mujiks) y que se vio lanzado, a los seis años, a la pesadilla de un horrible internado en la oscura y húmeda Inglaterra. Aunque en realidad no era un internado, sino una pensión en la que sus padres le depositaron, al cuidado de una familia que resultó ser feroz. «Lo de aquella casa era tortura fría y calculada, al propio tiempo que religiosa y científica. Sin embargo, me hizo fijar la atención en las mentiras que, al poco tiempo, me fue necesario decir: ése es, según presumo, el fundamento de mis esfuerzos literarios», dice el propio Kipling en su autobiografía Algo sobre mí mismo, consciente del íntimo nexo que esa experiencia guardaba con su narrativa. El lo explicaba como culminación de una estrategia defensiva; a mí, en cambio, me parece que lo sustancial es que todos esos novelistas que han creído perder en algún momento el paraíso escriben —escribimos— para intentar recuperarlo, para restituir aquello que se ha ido, para luchar contra la decadencia y el fin inexorable de las cosas. «Del dolor de perder nace la obra», dice el psicólogo Philippe Brenot en su libro El genio y la locura.
Hablar de literatura, pues, es hablar de la vida; de la vida propia y de la de los otros, de la felicidad y del dolor. Y es también hablar del amor, porque la pasión es el mayor invento de nuestras existencias inventadas, la sombra de una sombra, el durmiente que sueña que está soñando. Y al fondo de todo, más allá de nuestras fantasmagorías y nuestros delirios, momentáneamente contenida por este puñado de palabras como el dique de arena de un niño contiene las olas en la playa, asoma la Muerte, tan real, enseñando sus orejas amarillas.
Mi primer libro, un horrible volumen de entrevistas plagado de erratas, salió cuando yo tenía veinticinco años; mi primer amor lo suficientemente contundente como para marcar época debió de ser en torno a los veinte años. Esto quiere decir que la adolescencia y la infancia se hunden en el magma amorfo y movedizo del tiempo sin tiempo, en una turbulenta confusión de escenas sin datar. En ocasiones, leyendo las autobiografías de algunos escritores, me pasma la cristalina claridad con que recuerdan sus infancias hasta en el más mínimo detalle. Sobre todo los rusos, tan rememorativos de una niñez luminosa que siempre parece la misma, llena de samovares que destellan en la plácida penumbra de los salones y de espléndidos jardines de susurrantes hojas bajo el quieto sol de los veranos. Son tan iguales estas paradisíacas infancias rusas que una no puede menos que suponerlas una mera recreación, un mito, un invento.
Cosa que sucede con todas las infancias, por otra parte. Siempre he pensado que la narrativa es el arte primordial de los humanos. Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos. Lo que hoy relatamos de nuestra infancia no tiene nada que ver con lo que relataremos dentro de veinte años. Y lo que uno recuerda de la historia común familiar suele ser completamente distinto de lo que recuerdan los hermanos. A veces intercambio unas cuantas escenas del pasado con mi hermana Martina, como quien cambia cromos: y el hogar infantil que dibujamos una y otra apenas si tiene puntos en común. Sus padres se llamaban como los míos y habitaban en una calle con idéntico nombre, pero eran indudablemente otras personas.
De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía. Por consiguiente, podríamos deducir que los humanos somos, por encima de todo, novelistas, autores de una única novela cuya escritura nos lleva toda la existencia y en la que nos reservamos el papel protagonista. Es una escritura, eso sí, sin texto físico, pero cualquier narrador profesional sabe que se escribe, sobre todo, dentro de la cabeza. Es un runrún creativo que te acompaña mientras conduces, cuando paseas al perro, mientras estás en la cama intentando dormir. Uno escribe todo el rato.
Llevo bastantes años tomando notas en diversos cuadernitos con la idea de hacer un libro de ensayo en torno al oficio de escribir. Lo cual es una especie de manía obsesiva para los novelistas profesionales: si no fallecen prematuramente, todos ellos padecen antes o después la imperiosa urgencia de escribir sobre la escritura, desde Henry James a Vargas Llosa pasando por Stephen Vizinczey, Montserrat Roig o Vila-Matas, por citar algunos de los libros que más me han gustado. Yo también he sentido la furiosa llamada de esa pulsión o ese vicio, y ya digo que llevaba mucho tiempo apuntando ideas cuando poco a poco fui advirtiendo que no podía hablar de la literatura sin hablar de la vida; de la imaginación sin hablar de los sueños cotidianos; de la invención narrativa sin tener en cuenta que la primera mentira es lo real. Y así, el proyecto del libro se fue haciendo cada vez más impreciso y más confuso, cosa por otra parte natural, al irse entremezclando con la existencia.
La conmovedora y trágica Carson McCullers, autora de El corazón es un cazador solitario, escribió en sus diarios: «Mi vida ha seguido la pauta que siempre ha seguido: trabajo y amor». Me parece que también ella debía de contabilizar los días en libros y amantes, una coincidencia que no me extraña nada, porque la pasión amorosa y el oficio literario tienen muchos puntos en común. De hecho, escribir novelas es lo más parecido que he encontrado a enamorarme (o más bien lo único parecido), con la apreciable ventaja de que en la escritura no necesitas la colaboración de otra persona. Por ejemplo: cuando estás sumido en una pasión, vives obsesionado por la persona amada, hasta el punto de que todo el día estás pensando en ella; te lavas los dientes y ves flotar su rostro en el espejo, vas conduciendo y te confundes de calle porque estás obnubilado con su recuerdo, intentas dormirte por las noches y en vez de deslizarte hacia el interior del sueño caes en los brazos imaginarios de tu amante. Pues bien, mientras escribes una novela vives en el mismo estado de deliciosa enajenación: todo tu pensamiento se encuentra ocupado por la obra y en cuanto dispones de un minuto te zambulles mentalmente en ella. También te equivocas de esquina cuando conduces, porque, como el enamorado, tienes el alma entregada y en otra parte.
Otro paralelismo: cuando amas apasionadamente tienes la sensación de que, al instante siguiente, vas a conseguir compenetrarte hasta tal punto con el amado que os convertiréis en uno solo; es decir, intuyes que está a tu alcance el éxtasis de la unión total, la belleza absoluta del amor verdadero. Y cuando estás escribiendo una novela presientes que, si te esfuerzas y estiras los dedos, vas a poder rozar el éxtasis de la obra perfecta, la belleza absoluta de la página más auténtica que jamás se ha escrito. Ni que decir tiene que esa culminación nunca se alcanza, ni en el amor ni en la narrativa; pero ambas situaciones comparten la formidable expectativa de sentirte en vísperas de un prodigio.
Y por último, pero es en realidad lo más importante, cuando te enamoras locamente, en los primeros momentos de la pasión, estás tan lleno de vida que la muerte no existe. Al amar eres eterno. Del mismo modo, cuando te encuentras escribiendo una novela, en los momentos de gracia de la creación del libro, te sientes tan impregnado por la vida de esas criaturas imaginarias que para ti no existe el tiempo, ni la decadencia, ni tu propia mortalidad. También eres eterno mientras inventas historias. Uno escribe siempre contra la muerte.
De hecho, me parece que los narradores somos personas más obsesionadas por la muerte que la mayoría; creo que percibimos el paso del tiempo con especial sensibilidad o virulencia, como si los segundos nos tictaquearan de manera ensordecedora en las orejas. A lo largo de los años he ido descubriendo, por medio de la lectura de biografías y por conversaciones con otros autores, que un elevado número de novelistas han tenido una experiencia muy temprana de decadencia. Pongamos que a los seis, o diez, o doce años, han visto cómo el mundo de su infancia se desbarataba y desaparecía para siempre de una manera violenta. Esa violencia puede ser exterior y objetivable: un progenitor que muere, una guerra, una ruina. Otras veces es una brutalidad subjetiva que sólo perciben los propios narradores y de la que no están muy dispuestos a hablar; por eso, el hecho de que en la biografía de un novelista no haya constancia de esa catástrofe privada no quiere decir que no haya existido (yo también tengo mi duelo personal: y tampoco lo cuento).
Y así, los casos de los que se tienen datos objetivos suelen ser historias más o menos aparatosas. Vladimir Nabokov lo perdió todo con la Revolución Rusa: su país, su dinero, su mundo, su lengua, incluso a su padre, que fue asesinado. Simone de Beauvoir nació siendo una niña rica y heredera de una estirpe de banqueros, pero poco después la familia quebró y se fueron a malvivir pobremente en un cuchitril. Vargas Llosa perdió su lugar de príncipe de la casa cuando el padre, al que él creía muerto, regresó a imponer su violenta y represiva autoridad. Joseph Conrad, hijo de un noble polaco revolucionario y nacionalista, fue deportado a los seis años con su familia a un pueblecito mísero del norte de Rusia, en condiciones tan duras que la madre, enferma de tuberculosis, murió a los pocos meses; Conrad siguió viviendo en el destierro con el padre, que también estaba tuberculoso y además muy desesperado («más que un hombre enfermo era un hombre vencido», escribió el novelista en sus memorias); al cabo el padre falleció, con lo que Conrad, que para entonces contaba tan sólo once años, cerró el círculo de fuego del sufrimiento y de la pérdida. Quiero creer que aquel dolor enorme por lo menos contribuyó a crear a un escritor inmenso.
Podría citar a muchísimos más, pero nombraré tan sólo a Rudyard Kipling, que disfrutó de una edénica infancia en la India (tan idealizada como la niñez de los escritores rusos, pero con sirvientes enturbantados en vez de bondadosos mujiks) y que se vio lanzado, a los seis años, a la pesadilla de un horrible internado en la oscura y húmeda Inglaterra. Aunque en realidad no era un internado, sino una pensión en la que sus padres le depositaron, al cuidado de una familia que resultó ser feroz. «Lo de aquella casa era tortura fría y calculada, al propio tiempo que religiosa y científica. Sin embargo, me hizo fijar la atención en las mentiras que, al poco tiempo, me fue necesario decir: ése es, según presumo, el fundamento de mis esfuerzos literarios», dice el propio Kipling en su autobiografía Algo sobre mí mismo, consciente del íntimo nexo que esa experiencia guardaba con su narrativa. El lo explicaba como culminación de una estrategia defensiva; a mí, en cambio, me parece que lo sustancial es que todos esos novelistas que han creído perder en algún momento el paraíso escriben —escribimos— para intentar recuperarlo, para restituir aquello que se ha ido, para luchar contra la decadencia y el fin inexorable de las cosas. «Del dolor de perder nace la obra», dice el psicólogo Philippe Brenot en su libro El genio y la locura.
Hablar de literatura, pues, es hablar de la vida; de la vida propia y de la de los otros, de la felicidad y del dolor. Y es también hablar del amor, porque la pasión es el mayor invento de nuestras existencias inventadas, la sombra de una sombra, el durmiente que sueña que está soñando. Y al fondo de todo, más allá de nuestras fantasmagorías y nuestros delirios, momentáneamente contenida por este puñado de palabras como el dique de arena de un niño contiene las olas en la playa, asoma la Muerte, tan real, enseñando sus orejas amarillas.
domingo, 23 de septiembre de 2007
El maravilloso adjetivero de mi primo Len
Walter Braden Finney
Mi primo Len encontró su maravilloso adjetivero en una casa de empeños. Suele visitar las casas de empeño de la Segunda Avenida porque, según dice, son un alivio comparadas con la naturaleza. Al primo Len no le gusta mucho la naturaleza. Se pasa la mayor parte del tiempo al aire libre juntando material para El sabor y el saber de los bosques, una sección que escribe, y dice que preferiría ser plomero.
Así que recorre las casas de empeños en el tiempo libre, llevándose equipos de proyección estereoscópica (vistas de la Feria Mundial, Chicago, 1893), relojes que dan la hora sonoramente, y caballitos de porcelana que sostienen escarbadientes en la boca. Mi mujer y yo admiramos mucho estos objetos. Hemos estado viviendo con el primo Len desde que salí del Ejército, mientras esperamos conseguir casa propia.
Así que también admiramos el adjetivero. Tenía la elegancia de líneas de una toma de incendios, aunque era un poco más pequeño y de peltre. Creíamos que se trataba de un salero y también el primo Len lo pensó. Descubrió que en realidad se trataba de un adjetivero cuando estaba trabajando en su artículo, al día siguiente de comprarlo.
“Las ramas enjoyadas de la foresta hechizada están fúnebremente silenciosas”, había escrito. “La mano helada como de acero del invierno ha aquietado su verde murmullo estival. Y las notas argentinas, como de flauta, de sus innumerables aves tornasoladas han desaparecido”.
A esta altura, como es natural, se tomó un descanso. Y empezó a examinar el salero. Le estudió la parte inferior en busca de la marca de fábrica, haciéndolo girar en las manos, con la tapa a dos centímetros y medio de lo que había escrito, y un momento después vio que el manuscrito había cambiado.
“Las ramas de la foresta están silenciosas” leyó. “La mano del invierno ha aquietado su murmullo. Y las notas de las aves han desaparecido”.
Ahora bien, el primo Len no es ningún tonto, y reconoce una mejora cuando la ve. Volvió a poner manos a la obra, escribiendo con el estilo de siempre, pero esta vez redactó un artículo dos veces más extenso. Y después le aplicó el adjetivero, moviéndolo de aquí para allá como un magneto, recorriendo cada línea. Y los adjetivos y los adverbios desaparecían de la página, con un leve silbido, como partículas de pelusa dentro de una aspiradora. Cuando terminó, el artículo tenía la extensión exacta, y el estilo más agudo y límpido imaginable. Por primera vez, como lo comprendió el primo Len, el artículo parecía decir algo. Luisa, mi mujer, dijo que casi daban ganas de salir e ir a los bosques, pero el primo Len no pensaba que eso estuviera bien.
Desde entonces mi primo Len usó el adjetivero en todos los artículos, y mediante la experimentación descubrió que, a dos centímetros y medio de distancia del papel, absorbía todos los adjetivos, hasta los más pesados. A cuatro centímetros, sólo adjetivos de peso mediano; y a cinco, sólo los de tres o cuatro letras. Gracias a un cuidadoso control, mi primo Len ha podido producir artículos sobre la Naturaleza cuya masa de lectores ha crecido día a día. “Es el mejor material de lectura del diario, junto a las necrológicas”, le escribió una anciana. Lo que ella quiere decir, me explicó Len, es que el artículo que se publica junto a las necrológicas, en la página, es el mejor material de lectura en todo el diario.
Mi primo Len siempre espera hasta que nosotros estemos en casa para vaciar el adjetivero: nos gusta estar presentes. Se llena una vez por semana y Len desenrosca la tapa y, golpeándole el fondo como si fuera una botella de salsa de tomate, lo vacía por la ventana que da a la Segunda Avenida. Y allí, atrapados por la brisa, los adjetivos y los adverbios flotan sobre la calle y las veredas como una nube de confites casi invisibles. En cierto modo se asemejan a fideos en miniatura de una sopa de letras, unidos entre sí y hechos con el más delgado celofán.
No se los puede ver a menos que la luz sea la indicada, y en su mayor parte son incoloros. Algunos tienen delicados tonos pastel, sin embargo. “Muy”, por ejemplo es rosa pálido; “Exuberante” es verde, desde luego; e “Indudable” de un color gris sucio. Y hay una palabra, la favorita del primo Len cuando más odia a la Naturaleza, que se parece a un trozo de la tirilla roja y brillante que cierra los paquetes de cigarrillos. Tal palabra no puede ser revelada en un relato que puede ser leído por las familias.
La mayor parte de las veces los adjetivos y los adverbios sencillamente caen a la calle, y desparecen como copos de nieve al tocar el asfalto. Pero en ocasiones, cuando tenemos suerte, caen de lleno en una conversación.
Un día la señora Gorman pasaba bajo la ventana con la señora Miller. Venían de hacer las compras. Y una pequeña ráfaga de adjetivos y adverbios cayó exactamente en medio de lo que decía.
“Los precios, en estos días apacibles –señaló– son evanescentes, trascendentales, y sencillamente impresionantes. Toma en cuenta mis maníacas palabras: las cosas están yendo directa y superlativamente para el centelleante, indomable y alegórico carajo.”
La señora Gorman se quedó bastante sorprendida, desde luego, pero afrontó la situación con elegancia, sonriéndole con majestad y condescendencia a la señora Miller. Siempre había sostenido que sus antepasados eran reyes: ahora pretende que además eran poetas.
Una vez le sugerí al primo Len que conservara los adjetivos, los envasara en frascos o latas prolijamente etiquetadas, y los vendiera a las agencias publicitarias. Sin embargo Len señaló que no le alcanzaría la vida entera para suministrarles las cantidades necesarias. Aún así, conservamos varias cajas de zapatos llenas que llevamos con nosotros cuando hicimos un viaje turístico a Washington. Y allí, en la galería para visitantes que da sobre el Senado, las vaciamos con prudencia en dirección a un enorme ventilador eléctrico dirigido hacia abajo. Se desparramaron en una gran nube y bajaron derivando a través de un animado debate. Sin embargo algo debe haber fallado esta vez, porque las cosas no sonaron distintas en absoluto.
Aún seguimos empleando el maravilloso adjetivero, y los artículos del primo Len mejoran sin cesar. Hace poco apareció una recopilación reunida en un volumen, que probablemente ustedes han leído. Y se habla de vender los derechos cinematográficos. A nosotros también nos resulta útil el adjetivero para redactar telegramas, y yo lo usé, por lo general a una distancia de cuatro centímetros, para escribir esto. Por eso es tan breve, desde luego.
Mi primo Len encontró su maravilloso adjetivero en una casa de empeños. Suele visitar las casas de empeño de la Segunda Avenida porque, según dice, son un alivio comparadas con la naturaleza. Al primo Len no le gusta mucho la naturaleza. Se pasa la mayor parte del tiempo al aire libre juntando material para El sabor y el saber de los bosques, una sección que escribe, y dice que preferiría ser plomero.
Así que recorre las casas de empeños en el tiempo libre, llevándose equipos de proyección estereoscópica (vistas de la Feria Mundial, Chicago, 1893), relojes que dan la hora sonoramente, y caballitos de porcelana que sostienen escarbadientes en la boca. Mi mujer y yo admiramos mucho estos objetos. Hemos estado viviendo con el primo Len desde que salí del Ejército, mientras esperamos conseguir casa propia.
Así que también admiramos el adjetivero. Tenía la elegancia de líneas de una toma de incendios, aunque era un poco más pequeño y de peltre. Creíamos que se trataba de un salero y también el primo Len lo pensó. Descubrió que en realidad se trataba de un adjetivero cuando estaba trabajando en su artículo, al día siguiente de comprarlo.
“Las ramas enjoyadas de la foresta hechizada están fúnebremente silenciosas”, había escrito. “La mano helada como de acero del invierno ha aquietado su verde murmullo estival. Y las notas argentinas, como de flauta, de sus innumerables aves tornasoladas han desaparecido”.
A esta altura, como es natural, se tomó un descanso. Y empezó a examinar el salero. Le estudió la parte inferior en busca de la marca de fábrica, haciéndolo girar en las manos, con la tapa a dos centímetros y medio de lo que había escrito, y un momento después vio que el manuscrito había cambiado.
“Las ramas de la foresta están silenciosas” leyó. “La mano del invierno ha aquietado su murmullo. Y las notas de las aves han desaparecido”.
Ahora bien, el primo Len no es ningún tonto, y reconoce una mejora cuando la ve. Volvió a poner manos a la obra, escribiendo con el estilo de siempre, pero esta vez redactó un artículo dos veces más extenso. Y después le aplicó el adjetivero, moviéndolo de aquí para allá como un magneto, recorriendo cada línea. Y los adjetivos y los adverbios desaparecían de la página, con un leve silbido, como partículas de pelusa dentro de una aspiradora. Cuando terminó, el artículo tenía la extensión exacta, y el estilo más agudo y límpido imaginable. Por primera vez, como lo comprendió el primo Len, el artículo parecía decir algo. Luisa, mi mujer, dijo que casi daban ganas de salir e ir a los bosques, pero el primo Len no pensaba que eso estuviera bien.
Desde entonces mi primo Len usó el adjetivero en todos los artículos, y mediante la experimentación descubrió que, a dos centímetros y medio de distancia del papel, absorbía todos los adjetivos, hasta los más pesados. A cuatro centímetros, sólo adjetivos de peso mediano; y a cinco, sólo los de tres o cuatro letras. Gracias a un cuidadoso control, mi primo Len ha podido producir artículos sobre la Naturaleza cuya masa de lectores ha crecido día a día. “Es el mejor material de lectura del diario, junto a las necrológicas”, le escribió una anciana. Lo que ella quiere decir, me explicó Len, es que el artículo que se publica junto a las necrológicas, en la página, es el mejor material de lectura en todo el diario.
Mi primo Len siempre espera hasta que nosotros estemos en casa para vaciar el adjetivero: nos gusta estar presentes. Se llena una vez por semana y Len desenrosca la tapa y, golpeándole el fondo como si fuera una botella de salsa de tomate, lo vacía por la ventana que da a la Segunda Avenida. Y allí, atrapados por la brisa, los adjetivos y los adverbios flotan sobre la calle y las veredas como una nube de confites casi invisibles. En cierto modo se asemejan a fideos en miniatura de una sopa de letras, unidos entre sí y hechos con el más delgado celofán.
No se los puede ver a menos que la luz sea la indicada, y en su mayor parte son incoloros. Algunos tienen delicados tonos pastel, sin embargo. “Muy”, por ejemplo es rosa pálido; “Exuberante” es verde, desde luego; e “Indudable” de un color gris sucio. Y hay una palabra, la favorita del primo Len cuando más odia a la Naturaleza, que se parece a un trozo de la tirilla roja y brillante que cierra los paquetes de cigarrillos. Tal palabra no puede ser revelada en un relato que puede ser leído por las familias.
La mayor parte de las veces los adjetivos y los adverbios sencillamente caen a la calle, y desparecen como copos de nieve al tocar el asfalto. Pero en ocasiones, cuando tenemos suerte, caen de lleno en una conversación.
Un día la señora Gorman pasaba bajo la ventana con la señora Miller. Venían de hacer las compras. Y una pequeña ráfaga de adjetivos y adverbios cayó exactamente en medio de lo que decía.
“Los precios, en estos días apacibles –señaló– son evanescentes, trascendentales, y sencillamente impresionantes. Toma en cuenta mis maníacas palabras: las cosas están yendo directa y superlativamente para el centelleante, indomable y alegórico carajo.”
La señora Gorman se quedó bastante sorprendida, desde luego, pero afrontó la situación con elegancia, sonriéndole con majestad y condescendencia a la señora Miller. Siempre había sostenido que sus antepasados eran reyes: ahora pretende que además eran poetas.
Una vez le sugerí al primo Len que conservara los adjetivos, los envasara en frascos o latas prolijamente etiquetadas, y los vendiera a las agencias publicitarias. Sin embargo Len señaló que no le alcanzaría la vida entera para suministrarles las cantidades necesarias. Aún así, conservamos varias cajas de zapatos llenas que llevamos con nosotros cuando hicimos un viaje turístico a Washington. Y allí, en la galería para visitantes que da sobre el Senado, las vaciamos con prudencia en dirección a un enorme ventilador eléctrico dirigido hacia abajo. Se desparramaron en una gran nube y bajaron derivando a través de un animado debate. Sin embargo algo debe haber fallado esta vez, porque las cosas no sonaron distintas en absoluto.
Aún seguimos empleando el maravilloso adjetivero, y los artículos del primo Len mejoran sin cesar. Hace poco apareció una recopilación reunida en un volumen, que probablemente ustedes han leído. Y se habla de vender los derechos cinematográficos. A nosotros también nos resulta útil el adjetivero para redactar telegramas, y yo lo usé, por lo general a una distancia de cuatro centímetros, para escribir esto. Por eso es tan breve, desde luego.
sábado, 1 de septiembre de 2007
La oveja negra (Augusto Monterroso)
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
domingo, 12 de agosto de 2007
La Soga (Silvina Ocampo)
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.”La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor.Si alguien le pedía:—Toñito, préstame la soga.El muchacho invariablemente contestaba:—No.A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
La siesta del martes
Gabriel García Márquez
En Los funerales dela Mamá Grande (1962)
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y todavía no había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la ventana estaba bloqueada por el óxido. Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre. La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza. A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas. Cuando volvió al asiento la madre le esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones. La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos—dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
-Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar. La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo. No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en calor. La mujer e y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra. Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo al lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle. Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.
La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.
—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
— ¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
— ¿Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre. El párroco suspiró.
— ¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es—confirmó la mujer—. Cada bocado que comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer. Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
— ¿Qué fue? —preguntó él.
—La gente se ha dado cuenta —murmuró su hermana.
—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
(www.literatura.us/garciamarquez/siesta)
En Los funerales de
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y todavía no había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la ventana estaba bloqueada por el óxido. Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre. La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza. A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas. Cuando volvió al asiento la madre le esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones. La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos—dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
-Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar. La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo. No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en calor. La mujer e y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra. Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo al lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle. Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.
La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.
—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
— ¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
— ¿Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre. El párroco suspiró.
— ¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es—confirmó la mujer—. Cada bocado que comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer. Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
— ¿Qué fue? —preguntó él.
—La gente se ha dado cuenta —murmuró su hermana.
—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
(www.literatura.us/garciamarquez/siesta)
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